viernes, 30 de agosto de 2013

Obra literaria de la Real Sociedad Vascongada de los Amigos del País / Luis María Areta Armenti


- IV -

El teatro

Fines del teatro en la Real Sociedad Vascongada
Durante el Siglo de Oro el teatro representa el sentir del pueblo español, como bien lo indica Emilio Cotarelo cuando dice:
«En España no es el teatro una manifestación literaria más o menos copiosa e interesante, sino la síntesis y compendio de la vida de todo un pueblo. Allí se encuentran condensadas sus creencias religiosas, sus pensamientos filosóficos, sus ideales artísticos, sus costumbres, sus tradiciones y leyendas, su historia y, en suma, todo lo que de característico y genial pueda tener la raza habitadora de la Península»201.


Nuestro teatro áureo, tomado en su conjunto, tenía por finalidad la diversión del pueblo, que buscaba apasionantes novedades. Debido a esto, los autores dramáticos para satisfacer el gusto de estos espectadores se abandonaban a menudo a la improvisación y utilizaban cuantos procedimientos fáciles permitían atraer la atención del pueblo.
Durante el siglo XVIII, la mente de la clase dirigente varía de óptica, en un intento de proporcionar la renovación de España: todo queda enfocado bajo el prisma de la utilidad, como ya dijimos anteriormente, y se piensa que uno de los primeros pasos necesarios para el desarrollo de España es la reforma de la sociedad a partir de unas normas impuestas por las autoridades, en vistas a la educación del pueblo. Para ello utilizan cuantos medios están a su alcance, viéndose afectadas de este modo las diversiones populares, principalmente el teatro. Jovellanos en su Memoria sobre los espectáculos y diversiones públicas de España nos expone las ideas del hombre ilustrado sobre el teatro:
«(El teatro), el primero y más recomendado de todos los espectáculos; el que ofrece una diversión más general, más racional, más provechosa, y por lo mismo el más digno de la atención y desvelos del Gobierno... Es necesario sustituir a estos dramas (los que se representaban entonces) otros capaces de deleitar e instruir, presentando ejemplos y documentos que perfeccionan el espíritu y el corazón de aquella clase de personas que frecuentará el teatro. He aquí el grande objetivo de la legislación: perfeccionar en todas sus partes este espectáculo, formando un teatro donde puedan verse continuos y heroicos ejemplos de reverencia al Ser Supremo y a la religión de nuestros padres, de amor a la patria, al Soberano, y a la constitución; de respeto a las jerarquías, a las leyes y a los depositarios de la autoridad; de fidelidad conyugal, de amor paterno, de ternura y obediencia filial; un teatro que representa príncipes buenos y magnánimos, magistrados humanos e incorruptibles ciudadanos llenos de virtud y de patriotismo, prudentes y celosos padres de familia, amigos fieles y constantes; en una palabra, hombres heroicos y esforzados, amantes del bien público, celosos de su libertad y sus derechos y protectores de la inocencia y acérrimos perseguidores de la iniquidad. Un teatro, en fin, donde no sólo aparezcan castigados con atroces escarmientos los caracteres contrarios a estas virtudes, sino que sean también silbados y puestos en ridículo los demás vicios y extravagancias que turban y afligen la sociedad: el orgullo y la bajeza, la prodigalidad y la avaricia, la lisonja y la hipocresía, la supina indiferencia religiosa y la supersticiosa credulidad, la locuacidad e indiscreción, la ridícula afectación de nobleza, de poder, de influjo, de sabiduría, de amistad, y en suma todas las manías todos los abusos, todos los malos hábitos en que caen los hombres cuando salen del sendero de la virtud, del honor y de la cortesanía por entregarse a sus pasiones y caprichos.
El teatro tal, después de entretener honesta y agradablemente a los espectadores, iría formando también su corazón y cultivando su espíritu»202.


Muchos son los que suspiran por obras teatrales de esta índole203 que vayan formando a los espectadores en los diversos aspectos morales. No se pretendía proporcionar solamente ocasiones de alegre esparcimiento, sino modificar los gustos y las costumbres, pilares sobre los que reposaría la nueva cultura conforme a la razón. Félix María de Samaniego recoge esta misma idea para decir a su vez:
«De tres objetos que pueden proponerse los que gobiernan su teatro, a saber, enseñar, cultivar y entretener, por lo común se cuida sólo del último... No basta que el teatro instruya, es menester también que pula y que cultive, quiero decir que dé buenas máximas de educación y conducta, que enseñe a respetar las clases que componen un estado, que inspire a cada uno el amor a los deberes, que haga conocer cuánto valen en el uso del mundo el decoro, la cortesana, la afabilidad, y haga apreciar la generosidad, el candor, la veracidad, la buena fe, el recato, el recogimiento, la aplicación al trabajo y otras mil virtudes civiles que por lo común tienen en poco los ignorantes y orgullosos»204.


Además de esta importancia dada al valor cultural, Samaniego reconoce que debe pensarse también en ofrecer un entretenimiento al público, pero siempre y cuando esto no ofenda las buenas costumbres:
«Los dramas mejores absolutamente hablando son siempre los que más divierten; y es hacer una horrenda injuria a nuestro pueblo al asegurar que sólo se le puede divertir con representaciones torpes, groseras o ridículas. Por esto es menester preferir aquellos dramas en que nada hay contra la honestidad ni las buenas costumbres, y desterrar todos los que las destruyen, todos los que fomentan la falta de amor y respeto a los padres, la irreverencia a la justicia y a las leyes, el orgullo, el falso pundonor, la liviandad y el desenfreno. Estos vicios sólo deben aparecer sobre la escena para ser silbados o corregidos»205.


Este concepto sobre el teatro así expresado por uno de los preclaros Socios de la Real Sociedad Vascongada se identifica plenamente con la opinión expresada por la propia Sociedad. En efecto, el tema del teatro fue tratado desde el momento mismo de su fundación. Las primeras medidas que toma la Sociedad apenas esbozada en las fiestas de Vergara de septiembre de 1764 van dirigidas a organizar el teatro:
La primera providencia, después de la palabra de honor que bajo su firma dieron los Socios fue tomar tiempo para disponer las reglas precisas para el sólido establecimiento de obra tan grande.
A este fin cada uno se encargó de sugerir aquéllas que le dictasen sus luces; pero todos convinieron desde luego en que el objeto de la Sociedad serían las Ciencias, Bellas Letras y Artes, y que para promoverlas con suceso eran necesarias anuales Asambleas para las cuales admitieron estos principios:
1.-que era precisa una honesta diversión para el tiempo en que se juntasen tantos caballeros en un lugar.
2.-que no se podía escoger otra más amena, ni más útil que la del teatro.
3.-que para que correspondiese lo soberano a lo deleitable jamás se presentaría una pieza que no fuese muy correcta, no sólo en la sustancia de su disposición, sino en el modo de ejecutarla»206.


La Sociedad busca un entretenimiento para los caballeros que se reúnen y elige el teatro por su carácter delicioso y sobre todo útil. Esta doble finalidad está continuamente puesta de relieve a lo largo de la Historia de la Sociedad.
«Escogió la Sociedad (un desahogo) que fuese a un tiempo el más útil y el más delicado»207.
«El teatro instruye y deleita»208.
«Diversión la más grata y la más útil»209.


Pero sobresale visiblemente la consideración de orden utilitario:
«El teatro hace horrible el vicio y hermosa la virtud, él ridiculiza los caracteres que lo merecen, él instruye en la historia práctica y deliciosamente y él, en fin, ocupa la atención sin fatigarla»210.


pues quieren ante todo que
«el teatro sea escuela de virtud y no del vicio»211.


El propio Director de la Sociedad presenta a la primera junta de trabajo en febrero de 1765 una comedia titulada La Tertulia, destinada a marcar los fines del teatro:
«...haciendo para esto (la defensa del teatro) una sabia distinción de piezas buenas y malas: las primeras para que sirvan al fin primitivo del teatro, que es inspirar horror al vicio y amor a la virtud»212.


Idéntico fin es el que proponen los preceptistas neoclásicos. Luzán, al hablar de la tragedia, dice:
«Exciten (las desgracias) terror y compasión en los ánimos del auditorio y los curen y purguen de estas y otras pasiones, sirviendo de ejemplo y escarmiento a todos»213.


La comedia tendrá por objeto el siguiente:
«Que todo sea dirigido a utilidad y entretenimiento del auditorio, inspirando insensiblemente amor a la virtud y aversión al vicio por medio de lo ridículo o infeliz de éste»214.


En ambos casos la finalidad es similar, pues siempre se tiende a dirigir la moral del hombre, aunque por medios algo distintos. La Sociedad participa en estas miras moralizantes que se pretende dar al teatro: incitar a la virtud y alejar del vicio. La utilidad de este entretenimiento público como elemento formador de caracteres y costumbres fue repetidamente objeto de comentario por parte de ciertos miembros de la Sociedad. Pedro Valentín de Mugartegui concibe así el papel del teatro:
«El teatro solo puede corregir el gusto de una Nación, dándole una fineza de tacto y una delicadeza de sentimientos que es casi imposible adquirirlo sin este socorro»215.


Ignacio Luis de Aguirre Ortes de Velasco, en un discurso sobre el teatro, pronunciado en las Juntas de Vergara de febrero de 1765, insiste igualmente sobre la utilidad de la comedia, que define en estos términos:
«(La comedia) es una imitación de nuestras costumbres dirigida a ridiculizar aquéllas que no sean conformes a la razón, pero de este modo, que sin que se desprecie la persona que las tiene se abomina el vicio que se reprende en general, y esto con tal arte que aun el mismo que sale retratado lo ve con complacencia y sin aquella confusión, lágrimas y disgustos que acarrea en otros términos»216.


Y para demostrar la utilidad del teatro aporta el ejemplo de Luis XIV, aficionado a las diversiones de la Corte, el cual, al oír los versos de Britannicus:

«Pour toute ambition, pour vertu singulière                      
Il excelle à conduire un char dans la carrière,                     
A disputer des prix indignes de ses mains,               
A se donner lui-même en spectacle aux Romains»217.              



decidió no bailar nunca más en público. Así toda persona racional que ve representado algún vicio suyo como objeto de risa en el teatro se apresurará en desecharlo. Ciertamente en un principio la corrección no será sino exterior, pero posiblemente la transformación afectará también el interior:
«No hay otra salida que el confesar que se corrige el exterior pero queda igualmente vicioso el interior del hombre. Aun cuando nada más se consiguiere, era un fruto digno de pretenderse con toda razón. La sociedad mudaría de semblante, la paz dominaría en ella, viéndose libre de tantos defectos como la infectan cada día en las acciones exteriores del hombre. Pero no es éste solo el fruto. Aquél que conoce que no se ocultan sus vicios a sus iguales, que los miran con horror, aunque por primer efecto no resuelva sino esconderlos dentro de su corazón, se ve por una parte agitado del hábito a ser vicioso y arrastrado con furor hacia sus delitos y por otra lo contienen los límites de la razón, el aprecio que hace del juicio de los demás; cuando lo lleva el hábito al borde del precipicio le retira la memoria de que aún se está celebrando la burla que hicieron de sus costumbres en el teatro...»218.


Además de esta finalidad eminentemente ilustrada que consideraba al teatro como educador de los hombres, la Real Sociedad Vascongada veía en él una utilidad más próxima. En efecto se pensó en las diversiones para los días en que se juntasen todos los Amigos para las tareas propias de la Sociedad: las mañanas y las tardes quedarían ocupadas en examinar los trabajos presentados y en establecer lo que más conveniente pareciese para el desarrollo del país. ¿Cómo habría de transcurrir el tiempo restante?
«En este tiempo es necesaria alguna diversión. El juego y el baile pudieran serlo; pero uno y otro tienen conocidos inconvenientes. La noche no permite paseos, que aun pudieran ser más perjudiciales: por estos inconvenientes y por dar a las fatigas el necesario desahogo escogió la Sociedad uno que fuese a un tiempo mismo el más útil y el más delicioso. Este fue el teatro»219.


Los Estatutos de 1765 corroboraron esta idea inicial:
«Las noches se destinarán a cultivar la Música o la poesía dramática, logrando por este medio el que ni aun en las diversiones se distraigan los amigos del Instituto»220.


El teatro servía así para la doble función que se proponía el hombre ilustrado: educar y entretener. Pero el entretenimiento no iba dirigido al gran público, sino al grupo reducido de Amigos reunidos para trabajar por el bien del país.




Visión del teatro español tradicional
El teatro tal y como se realizaba generalmente en los corrales o en los estrados montados por las compañías ambulantes no podía en ningún modo complacer a estos espíritus ilustrados. Numerosas son las críticas que a través de toda la geografía española se levantan contra las piezas que allí se representaban. Jovellanos221, Luis Mariano de Urquijo222, Leandro Fernández de Moratín223, Bernardo de Iriarte224 y tantos otros225 intentaron desterrar las representaciones que se llevaba a cabo en estos lugares.
En efecto, según ellos, aquellas obras de ningún modo eran provechosas, antes bien conseguían tan solamente corromper la mayor inocencia. Los títulos mismos indican la vanidad de los temas226: se prometían héroes y sucesos de magnitud excepcional e inédita a un espectador ya acostumbrado a las mayores audacias y a los lances más inverosímiles. La narración solía ser enredada a más no poder ser: la pasión se exponía con el mayor descoco mientras el estudio de la sicología de los personajes no interesaba para nada, o de manera muy superficial, ni al autor ni a los espectadores.
La Real Sociedad Vascongada de los Amigos del País tomó también parte activa en la crítica del teatro tradicional, principalmente en la persona de Félix María de Samaniego, el cual en un discurso publicado en el Censor, en enero de 1786, comienzo del tomo V, bajo el seudónimo de Cosme Damián, pasa en revista todos los aspectos del teatro, de una manera sistemática. Tras indicar cuál debe ser el fin del teatro, al que hemos hecho referencia más arriba, trata de los principales géneros dramáticos populares que se representaban en nuestro país. Las comedias merecen su reprobación total, dirigiéndose al editor de la publicación dice:
«Sobre todo levante vmd. el grito contra cierta especie de comediones que se van haciendo de moda, escritas contra la voluntad del dios del Pindo y representados contra el dictamen de los doctores del buen gusto: dramas sin invención, sin interés, sin poesía, sin lenguaje, en una palabra, sin pies ni cabeza, donde todo es trivial y chabacano, todo común y cien mil veces repetido, donde siempre hay un Príncipe criado entre las cabras, un Rey tonto, un traidor en privanza, amantes que se esconden, que se pierden, que se cambian y no se conocen en la voz cuando están a oscuras, cartas olvidadas, retratos perdidos, oráculos casuales, venenos que no infeccionan, cuchilladas que no matan, azares, agüeros, desafíos y diabluras hasta dejárselo de sobra»227.


Samaniego se dirige también contra las follas, que consistían en una mezcla de tragedia, comedia y zarzuela donde alternaban la declamación, el baile y la música. Las acciones y escenas se sucedían sin unidad ni orden, por lo que Samaniego exclama que hay que desterrarlas de modo que nunca más vuelvan a nuestra escena.
Los sainetes tampoco reciben el aprecio de Samaniego, porque no presentan sino confusión y desorden: en ellos los majos, los truhanes, los tunos exponen con descaro e insolencia su carácter vicioso. Critica la tipificación que se hace de los diversos estamentos de la clase social: el médico siempre está representado como ignorante e interesado, el abogado siempre hace el papel de prevaricador, el escribano aparece como falsario, el alguacil como ladrón. Estas profesiones honradas quedan de este modo desprestigiadas y en nada contribuye esta representación a la mayor cultura del pueblo. Los vicios que se exponen no causan ningún deseo de evitarlos, antes bien
«sus costumbres se aplauden, sus vicios se canonizan o se disculpan y sus insultos se celebran y se encaraman a las nubes...
¿Qué idea no tomará de aquí (los sainetes) un pueblo que sólo pudiera recibir en la escena principios de urbanidad y policía?»228.


Las tonadillas o pequeñas composiciones que se cantaban y bailaban durante los sainetes y más especialmente al final de los mismos satirizaban ciertos defectos de la sociedad. Una extensa gama de personas aparecían en ellas: vendedoras, abates, militares, alcahuetas, majos... Pero la crítica se hacía de una manera muy trivial:
«Pero ¡qué suaves y templados son sus sátiras! Allí verán Vm. tratadas a las usías de locas, a los mayorazgos de burros, a los abates de alcahuetes, a las mujeres de zorras y a los maridos de cabrones... A esta buena doctrina son ciertamente correspondientes el lenguaje y la poesía»229.


Este género de ningún modo podía hallar acogida en la afición de Samaniego. Este menospreciaba así el teatro popular en sus diferentes facetas. Nada del mismo le parecía estimable por no cumplir con la función educadora que él proponía al teatro. Las únicas representaciones dignas de su atención eran las zarzuelas, pero, incluso, solicita una pequeña limpieza de los personajes bajos que afean la escena:
«Pero, por Dios, señor Censor, que no me quite Vm. de nuestras tablas las zarzuelas, porque les soy furiosamente apasionado. Este drama, acaso el único que se pudiese hacer presenciar en nuestro teatro, es el único en que se reúnen tan bien la poesía y la música, el chiste cómico y las gracias líricas; merecía ciertamente ser cultivado de nuestros mejores ingenios. Basta que Vm. me destierre de ellos los criados rateros, los abates tontos o enamorados, los pillos, los truhanes, los mendigos y otros semejantes espantajos, cuya intervención no puede dejar de afear y deslucir la escena»230.


Las zarzuelas tenían por finalidad la distracción de un núcleo más selecto y no del pueblo en general231.
Posteriormente Samaniego recorre la materialidad del teatro, y no ve sino cosas que criticar. En primer lugar indica que la música carece totalmente de correspondencia en relación con los sentimientos que se desean expresar: el corazón no está en consonancia con los labios; además carece de armonía, melodía y expresión. La mayoría de las veces, los músicos se contentan con recoger trozos en diversos autores -Gluck, Haydn, Piccini y tantos otros-, y con todo ello pretenden hacer una obra conjunta.
La decoración era de lo más anticuada, con unos lienzos siempre iguales en mal estado de conservación:
«Por fortuna duran todavía en nuestro teatro aquellos admirables lienzos que salieron de la mano de Velázquez y Villanueva y que hacen la delicia de los hombres de gusto, a pesar del descuido con que se han tratado y del necio empeño de sustituirles otros de inferior mérito en lugar de renovarlos»232.


Junto a estos se cuelgan otros que carecen totalmente de perspectiva arquitectónica, de escultura, de simetría y de colorido: son verdaderos monstruos dignos de los siglos más bárbaros.
La escena barroca gustaba de una gran tramoya que permitiera representar cambios rápidos de escenas, vuelos, zambullidas y transformaciones de toda clase que complacían a los espectadores. Por esto llegó a ocupar la atención principal de los hombres de teatro, y lo esencial pasó a ser la seguridad de la operación, mientras se despreocupaban de la verosimilitud de la acción. Así nos dice Samaniego con tono irónico:
«Así, si tiene que volar un burro, verá Vm. un cuarto de hora antes la enorme maroma en que ha de ser enganchado, y otro tanto tiempo está abierto el boquerón que ha de vomitar a algún encantador o algún diablo. El crujir de las cuerdas, el golpeo de los contrapesos, el ruido de las ruedas y poleas y toda la faena de los diestros maquinistas se perciben por lo menos desde las cuatro calles»233.


Poco importa a esta gente la verosimilitud de los elementos decorativos o de adorno: utilizan los objetos de la época como pertenecientes asimismo a otros tiempos con el riesgo de caer en los mayores anacronismos, sin preocuparse de crear la ilusión de un ambiente concreto mediante unas costumbres y una vestimenta propias. Así, a Alejandro el Magno se le presenta un tintero peltre o de cuerno, y el conquistador de México se sienta en una silla de paja. La vestimenta presenta rasgos inverosímiles: una dama aunque haga la función de fregona va perfectamente vestida, mientras una persona humilde está siempre representada bajo los peores andrajos, y sucia al extremo. Samaniego comenta con tono sarcástico los anacronismos que se podían ver en la escena:
«Ríase Vm. de la propiedad de eso del ornato. El mundo cree que los hombres han sido siempre los mismos, y no hay cosa más fácil que persuadirle que siempre se han vestido del mismo modo... Así que no importa que un Teatino de Jerusalén se vista de Militar o de Golilla, que la viuda de Héctor lleve ahuecador o guarda-infante, ni que el Conquistador de la India se presente con sombrero de tres picos y tacones colorados. Lo que importa es que nuestros paisanos se vistan precisamente a la española antigua y que desde D. Pelayo hasta los Reyes Católicos lleven todos el traje borgoñón, conocido desde Felipe el Hermoso, y que por lo menos se usó generalmente en España desde Felipe II hasta Felipe IV»234.


Samaniego condena más adelante la manera de declamar de cada actor. Cada uno desea que se le oiga bien, por lo que, en vez de acordar su voz a la de los demás actores, se esfuerzan todos en gritar:
«Nada importa que entre los crónicos (¿cómicos?) griten, brameen o ahullen, con tal que tengan buenos pulmones: lo que sí importa es que no se les pierda una sílaba ni en el último asiento de la tertulia. También podrán levantar extraordinariamente el grito, o para que los chisperos se preparen al aplauso convenido de antemano, o para que teniendo que hablar cinco o seis personas a la vez no puedan ser entendidas si no se desgañita cada una por su lado»235.


Ningún acento emotivo ponen estos actores al recitar su papel; carecen igualmente del sentido de la manera adecuada de exponer un acontecimiento o de describir la naturaleza:
«Entre tanto se va acabando entre nosotros aquel maravilloso arte de pintar la naturaleza en el aire con las puntas de los dedos, en que fueron tan excelentes nuestros viejos comediantes. Veríalos Vm. retratar al vivo el sol y la luna, los mares y los montes, los ríos y las parleras fuentecillas, las fieras luchas de los animales, los desafíos, las batallas y hasta los más íntimos sentimientos del corazón humano»236.


Los gestos han de estar en consonancia con los sentimientos del momento: el actor ha de saber llorar y reír en los momentos oportunos, pero tendrá normalmente el semblante tranquilo. Los gestos no serán desorbitados:
«Si el paso pide lágrimas, a bien que cumplirá con sacar el pañuelo y acercárselo un tanto cuanto a los ojos, y si pide furias y enojos, bastará que levante un poco el grito y mueva aceleradamente el abanico»237.


Samaniego critica con vehemencia la falta de decencia que se observa en los teatros. En efecto, al tratarse de una asamblea de ciudadanos donde se reúnen todas las clases, estados y profesiones sociales, todos están en derecho de exigir el mayor respeto. Pero el espectáculo que se solía producir era desolador para una persona moralmente sana:
«Menos tolerables serán todavía los que se oponen a la decencia, los mensos y columpios de las majotas, las cabriolas y volteretas de las muchachas, el retintín con que se dicen ciertas expresiones alegres, la afectación con que se procura volver al peor sentido las sentencias equívocas y, en una palabra, todos aquellos artificios con que alguna vez se trata de captar la gracia de la parte más grosera y corrompida del auditorio, con disgusto y rubor de las personas honestas y bien morigeradas»238.


El teatro se halla en esa situación tan pobre por culpa igualmente de los espectadores que carecen totalmente de las obligaciones cívicas más elementales: no tienen reparo en silbar y aplaudir cuando se lo dicta su interés y capricho, interrumpiendo así la representación. Otros gritan y alborotan sin motivo, o son incapaces de perdonar ciertos descuidos y reconocer los aciertos: aplauden lo malo y no saben distinguir las cualidades de la obra. Samaniego nos presenta el ambiente usual de los teatros:
«Cargue la mano contra los que van al teatro a ofrecerse en espectáculo y a atraer hacia sí la vista y la murmuración de los concurrentes; contra los que todo lo acechan, todo lo reparan, se levantan, se sientan, a todos incomodan, se echan de bruces, vuelven las espaldas, entran y salen, hablan, silban, tararean y, en una palabra, contra los que ni respetan al público ni quieren que el público les tenga por atentos y bien criados»239.


Esta situación, expuesta por Félix María de Samaniego y corroborada por otros críticos240 de la época, no podía de ningún modo complacer a esos espíritus ilustrados para quienes el teatro tenía los fines didácticos que anteriormente hemos expuesto. Por ello varias voces se elevan en el seno de la Real Sociedad Vascongada desde sus orígenes para condenar este tipo de representación, pues no estaban dispuestos a tolerar ni comprender el valor estético de cuanto se saliera fuera de los contornos de su refinamiento. Ignacio Luis de Aguirre proclama que este tipo de representaciones «merecen ser proscritas»241, al igual que el Conde de Peña florida, que en su comedia la Tertulia, al hablar de las malas obras teatrales recomienda «desterrarlas y abolirlas del mundo»242.
Samaniego se opone a todo tipo de teatro que no sea imitación de la naturaleza. Por este mismo motivo, cuando entra en España un nuevo género tomado del Pygmalión de Rousseau, Samaniego no puede contener su desagrado ante tales soliloquios243. La aparición de Guzmán el Bueno de Tomás de Iriarte le hace estallar:
«El maldito ejemplo de Pygmalión, perdóneme su mérito, nos va a inundar la escena de una nueva casta de locos. La pereza de nuestros ingenios encontrará un recurso cómodo para lucirlo en el teatro, sin el trabajo de pelear con las dificultades que ofrece el diálogo. Cualquier poetastro elegirá un hecho histórico, o un pasaje fabuloso, o inventará un argumento: extenderá su razonamiento, lo sembrará de contrastes, declamaciones, apóstrofes y sentencias, hará hablar a su héroe una o dos horas con el cielo o con la tierra, con las paredes o con los muebles de su cuarto; procurará hacernos soportable tal delirio con la distracción del allegro, adagio, largo, presto, con sordinas o sin ellas; y se saldrá nuestro hombre con ser autor de un soliloquio, monólogo o escena trágico-cómico-lírica unipersonal...
No hay cosa más contraria al arte y a la naturaleza que los tales monólogos...»244.


Samaniego se opone así a todo lo que se aparte del teatro clásico, donde todo está subordinado a la razón; no concibe aquellos sentimientos personales expuestos ante el público. Su formación racionalista le impide vislumbrar unos valores teatrales ya románticos que tanto éxito conocerán en el siglo XIX con el drama musical, cuyas máximas realizaciones fueron el Egmont de Beethoven y el Manfred de Schumann.
La crítica no se detenía solamente en juzgar el teatro de la época, sino que buscaba el origen de esa situación: por ello alcanzó el teatro áureo. Los dramaturgos de nuestro Siglo de Oro habían rechazado la sujeción a unas normas concretas245. Samaniego imagina por un momento a los autores españoles frente a la razón, en un juicio:
«Sábese por noticias últimamente recibidas de los Campos Eliseos que al esparcirse en ellos el rumor de que iba a publicarse, en España el teatro vindicado, los Lopes, Calderones, Moretos, Solises, Cañízares, etc... más celosos de su propia gloria que del honor de la nación, se asustaron y acongojaron con mortales ansias, temiendo era llegado el terrible día en que el clamor de sus rivales y la justicia de la patria iban a llamarlos a que compareciesen ante el tribunal de la razón, para responder del cargo de haber adoptado, promovido, acreditado y hecho casi invencible la forma viciosa de nuestro teatro...»246.


La acusación es varia: no se contentaron con realizar un mal teatro, sino que esos genios fueron precisamente los que lo promovieron de tal forma que los sucesores se apoyaron en ellos para seguir el mismo camino.
Valentín de Foronda, en la Carta escrita al Censor sobre el Seminario de Vergara, sin mencionar nombres, nos habla de cómo los alumnos, sobre los conocimientos adquiridos en las autoridades clásicas, quedan impulsados a
«dictar leyes a los cómicos españoles, y manifestarles los derrumbaderos en que los ha precipitado su fogosa imaginación, por no haberse sujetado a las reglas que les prescribía el buen gusto»247.


Critica, pues, a nuestros cómicos por no haber sabido doblegar la imaginación fogosa a las reglas dramáticas. Esta crítica de teatro áureo no entrañaba sin embargo una negación total de valores. Samaniego reconoce así mayor gracia en nuestra escena que, incluso, en la de los Griegos y Franceses:
«¿Qué literato no conocerá que nada hay comparable en el teatro francés ni aun el griego a la viveza del colorido y la expresión de la verdad con que se hallan retratados en nuestras comedias de figurón algunos de los diferentes caracteres ridículos y extravagantes de los hombres»248.


José Ignacio de Aguirre alaba también las comedias de figurón y afirma que se pueden representar en los teatros más correctos, pues ¿no han servido de base para el teatro de los propios Franceses?:
«...pero la lástima es que alabando un Corneille249 la sagaz elección de los caracteres y la inimitable fuerza de la fantasía de nuestro Lope de Vega, hasta envidiarle alguna de sus producciones, sólo nosotros ignoramos lo que tenemos de escogido entre las obras nacionales»250.


Los miembros de la Sociedad confían aún en un posible resurgir del teatro. José Ignacio de Aguirre se muestra claramente optimista:
«Sólo queda el consuelo de que nos van a suceder unos tiempos en que se admirará a España de que en los pasados haya tenido tan bajo concepto del Arte de Sófocles, las obras de otros grandes hombres y la más bella producción del espíritu humano»251.


Pero para ello era preciso modificar sustancialmente el teatro tal y como se llevaba a cabo en España. Muchos hubieran hecho suya la frase de Jovellanos:
«Un teatro tal es una peste pública, y el Gobierno no tiene más alternativa que reformarle o prescribirle para siempre»252.


con lo que coincide Samaniego, cuando exclama:
«Pero, señor Censor, nuestro teatro... es preciso reformarle o destruirle»253.


La voz de reforma acude con suma frecuencia a la pluma de los hombres que discutieron sobre el teatro durante el siglo XVIII. Su intención era, según la etimología de la palabra (Diccionario de la Real Academia Española, 19.ª edición, Madrid, 1970) «volver a formar, rehacer». Debían partir de nuevas bases para hacer realidad este deseo.
Desde sus comienzos, la Real Sociedad Vascongada se presenta como una institución que se propone, además de otras miras, la renovación del teatro, según el cuarto de los principios fijados en Vergara en septiembre de 1764:
«4.-Que por tanto debía ser uno de los objetos de la Sociedad corregir el teatro de modo que fuese escuela de virtud y no de vicio»254.


José Joaquín de Torrano escribe en una carta fechada en Vergara el 19 de febrero de 1773:
«El objeto que se propusieron en la formación de este Cuerpo (habla de la Real Sociedad Vascongada) fue la reforma del teatro, y con este fin empezaron a representar óperas los mismos socios...»255.


Otros veían con escepticismo esta Sociedad, porque pensaban que no tenía por fin sino cuestiones propiamente teatrales, como el autor anónimo de la Apología de una nueva Sociedad... cuando dice con tono irónico:
«...¿quién me quitara a mí después de un par de cursos en esta Sociedad el componer... una pieza dramática (cuidado con estos términos para ser sabio) a cada cual de los confesores, y una tragedia a cada uno de tantos mártires, empezando (como es razón) por los Innumerables de Zaragoza? ¿Será moco de pavo, esto?»256.


Esta perspectiva de la Sociedad que ha sido prácticamente desconocida hasta la fecha, tuvo gran importancia en los primeros trabajos de los miembros.




Defensa del teatro
La indecencia e inmoralidad a que daban lugar las diferentes compañías teatrales que recorrían el país o representaban en los corrales, había despertado una repulsa general por parte de las autoridades, principalmente eclesiásticas. Numerosas son las condenas que se elevan a mediados del siglo XVIII257. Ante la solicitud presentada por el Arzobispo de Burgos y el Obispo de Calahorra con vistas a suprimir el teatro en sus diócesis, el Obispo Gobernador del Consejo firmó con fecha 1 de diciembre de 1751 un decreto en los términos siguientes:
«Deseoso de promover el celo y ejemplar actividad con que los Prelados de Burgos y Calahorra trabajan en establecer y arraigar las más puras y cristianas costumbres en los pueblos de sus respectivas diócesis, he resuelto prohibir y prohíbo la representación de comedias en el Arzobispado de Burgos y Obispado de Calahorra, ya sea por farsantes en los teatros o por éstos y otros particulares en cualesquiera lugares públicos. Tendráse entendido en el Consejo para su cumplimiento»258.


Esta orden debió de ser transmitida a su vez a cuantos párrocos dependían de la autoridad de estos Prelados, luego a la mayor parte de las provincias vascongadas259.
Ante esta oposición manifiesta, la Real Sociedad Vascongada en su deseo de ver establecido el teatro reformado, tiene por primera preocupación el demostrar que esta diversión no es mala en sí, sino en ciertas circunstancias.
El discurso de Ignacio Luis de Aguirre, al que hemos hecho ya referencia en varias ocasiones, tiene por finalidad:
«desterrar la preocupación en que se vive contra el teatro y la ignorancia que se padece de las utilidades que acarrea, cuando es correcto»260.


Sigue diciendo que algunos creen que no puede haber virtud verdadera donde haya risa, placer, alegría, pues estiman que esto no puede proceder sino del desenfreno y de la licencia de costumbres; pero éstos desconocen hasta las más elementales normas de dramaturgia y cuantas obras se han hecho con buen gusto. Otros aun sin haber visto jamás una representación por ser incompatible con su profesión (se refiere a los eclesiásticos) no permiten que los que dependen de su dirección asistan a tales entretenimientos. Otros, debido a su carácter melancólico, rechazan todos los objetos que puedan proporcionarles cierto placer. Todos éstos se unen para lanzar los más fuertes improperios contra los defensores del teatro:
«Todos juntos, empeñados en impugnar el teatro, tratan a quien le defiende de impío, de ateísta, de hereje, de hombre que no cree a los Santos Padres, cuando aseguran que la comedia no se puede ver sin pecado, o es, las más veces, ocasión de él»261.


Así concebido el teatro, parecía más bien ser una invención del demonio, donde no podían asistir sino los desalmados.
Tras liberarse de cuantas opiniones pudo haber oído, el orador trae en apoyo de la inocencia del teatro autoridades cuya moralidad no puede ponerse en duda.
León X hizo revivir en Roma la tragedia y la comedia, quitándoles la fama de espectáculo escandaloso262. El Cardenal Richelieu263, fiel defensor del catolicismo frente a la coalición protestante, preparó una gran sala en el propio palacio real, donde se representaban obras teatrales. Durante el reinado de Luis XIV, los propios obispos tenían un lugar reservado en la Comedia y el Cardenal Fleury confirmó esta costumbre. Luis XIV sentía gran aprecio para con Molière, a pesar de su profesión de cómico, y los ingleses quieren inmortalizar a los grandes actores sepultándolos en Westminster junto con los Reyes y con los grandes genios. No se puede condenar, pues, el teatro sin que el desprecio alcance asimismo a estos hombres que tanto lo defendieron.
Personas reconocidas por la propia Iglesia por su santidad han manifestado una mayor apertura de espíritu hacia el teatro. Afirma el autor del discurso que Santo Tomás de Aquino, a pesar de no haber visto ninguna buena comedia, comprendió que bajo ciertas condiciones se puede obtener utilidad del teatro, y San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, examinaba personalmente las obras que se habían de representar, autorizándolas bajo su firma.
El autor de la Historia de la Real Sociedad aporta también como autoridad a San Francisco de Sales, el cual reconoce que las distracciones son indiferentes en sí, dependiendo todo del buen o mal uso que se haga de ellas264. No hay motivos suficientes para condenar directamente el teatro como elemento de perversión, pues estos santos nunca lo hicieron.
El mismo Conde de Peñaflorida, en su comedia Tertulia, quiere
«inspirar a la nación el justo aprecio de las piezas trágicas, desterrando la nimia preocupación que se tiene en favor de las comedias por los apasionados a ellas, y el injusto horror con que las miran los Enemigos del teatro»265.


Haciéndose eco de la querella suscitada en Francia por Rousseau en su Lettre à d'Alembert sur les spectacles266 en la que condenaba el teatro, pero considerando su conveniencia en las grandes ciudades, Félix María de Samaniego afirma que aun cuando el teatro reformado fuera un mal había que aceptarlo como un mal menor:
«...si un buen teatro es un mal, diría yo que debía tolerarse como un mal necesario; como un remedio saludable para evitar otros mayores males. Aquel gran filósofo ginebrino, tan declarado enemigo de la escena, solía decir que los teatros eran indispensables en las ciudades populosas y es menester no conocer a los hombres o interesarse poco en su tranquilidad para pensar de otro modo»267.






Búsqueda de nuevos valores teatrales
En el momento de querer buscar una nueva vía de reforma teatral, los miembros de la Real Sociedad Vascongada dirigen su mirada hacia la Antigüedad y cuantos en la época moderna han seguido los pasos de aquellos Griegos y Latinos. Ya vimos anteriormente cómo el Conde de Peñaflorida alaba a Molière, Lope de Rueda y Goldoni por imitar a los antiguos. Existe, pues, una doble vertiente en las fuentes donde los Amigos se impregnan del arte dramático: Aristófanes, Plauto, Terencio, Eurípides, Sófocles, a través de sus obras, Horacio y Aristóteles, con sus instrucciones poéticas, así como los autores modernos que tomaron a aquellos por modelo, sirven de guía a los Amigos en su producción teatral.
Francia había conseguido en el siglo anterior, bajo el reinado de Luis XIV, el apogeo literario: el teatro alcanzó un puesto relevante con genios como Corneille, Racine y Molière. Pronto se pensó que el éxito obtenido se debía fundamentalmente a la aplicación de las reglas clásicas, y todo el empeño de muchos hombres fue difundirlas y cumplirlas fielmente en busca de posibles éxitos, olvidando que hace falta además un gran ingenio que sepa utilizarlas debidamente. Tal era la orientación que recibieron cuantos Amigos de la Sociedad se educaron allende los Pirineos.
Francia, que entonces atraía la atención de los ilustrados en los diversos campos del conocimiento humano (económico, político, religioso, científico), servía igualmente de punto de mira para aquellos que deseaban buscar las normas reformadoras del teatro. Samaniego exclama con tono de admiración:
«No hablemos de los Franceses; debemos mirar su teatro como mansión del dios de la poesía dramática»268.

Esta frase expresa claramente la veneración que sentían por las obras teatrales de nuestro país vecino. Ese es el teatro que se proponen por modelo: las normas teatrales se aplicarán con rigor:
«Y ¿de quién nos hemos de gobernar: de estos modelos grandes o de lo que nos dicen unos críticos a la cabriolé, que con cuatro especies mal digeridas de las Memorias de Trevoux o el Journal extranjero, peinaditas en ailes de pigeon y empolvadas con polvos finos a la lavande, o a la sans pareille, quieren parecer personas en la república de las Letras? Este rigor es bueno para observado en lo dramático»269.

Los Amigos de la Sociedad no nos han dejado un estudio sistemático sobre las normas a seguir en la composición de las obras teatrales, pero fijándonos en sus realizaciones podemos recopilar sus ideas al respeto.
En un principio establecen una distinción clara entre tragedia y comedia. El Conde de Peñaflorida reserva la tragedia para «hechos grandes y proponernos modelos heroicos»270. En ella todo debe estar dirigido a crear una atmósfera de majestuosidad: pensamientos, expresión y estilo. Esta idea coincide con lo que expresa Luzán en su Poética sobre la tragedia:
«(La tragedia) es una representación dramática de una gran mudanza de fortuna, acaecida a Reyes, Príncipes y Personajes de gran calidad y dignidad, cuyas caídas, muertes, desgracias y peligros exciten terror y compasión en los ánimos del auditorio y los curen y purguen de estas y otras pasiones, sirviendo de ejemplo y escarmiento a todos»271.

Y en otro lugar dice:
«Los pensamientos y las expresiones de un Príncipe o de un Consejero de Estado es razón que sean más elegantes y más sentenciosas que las de un hombre vulgar... Por eso como la tragedia no admite sino personas ilustres y grandes como Reyes, Príncipes, Héroes, etc..., su estilo ha de ser alto, grave y sentencioso»272.

La comedia tiene por su parte la misión de «ridiculizar los defectos humanos»273, y debe ser una imitación de nuestras costumbres. Todo debe ir dirigido a este fin: en ella se autorizarán, pues, el chiste, la burla y el ridículo. Luzán también había definido la comedia en estos términos:
«(Es la) representación dramática de un hecho particular y de un enredo de poca importancia para el público, el cual hecho o enredo se finja haber sucedido entre personas particulares y plebeyas con fin alegre y regocijado; y que todo sea dirigido a utilidad y entretenimiento del auditorio inspirando insensiblemente amor a la virtud y aversión al vicio por medio de lo amable y feliz de aquélla y de lo ridículo o infeliz de este»274.

Oponiéndose a la tendencia general275 de buscar los temas trágicos en la Mitología o en la Antigüedad (se pensaba dar mayor realce de este modo), Félix María de Samaniego propone, al contrario, que se tomen todos los argumentos de nuestra historia nacional e incluso de nuestra vida cotidiana, pues de este modo se comprenderá mejor el significado de la moral:
«No hay que pasar en blanco (dentro de la crítica del teatro que va haciendo) las comedias y las tragedias en que se representan acciones tomadas de la Mitología, o bien de la historia griega, romana, etc... ¿Qué tienen que ver con nosotros la religión, la moral, las leyes ni las costumbres de estos pueblos? Sus virtudes no nos servirán de provecho y sus vicios nos corromperán tan lindamente... ¿Cuánto mejor sería buscar las acciones de nuestra escena dentro de casa y celebrar según el precepto de Horacio las glorias domésticas? Por ventura ¿es tan estéril nuestra historia que no puede ofrecer modelos con que excitar al ejercicio de las virtudes?»276.

Samaniego con esta idea expresada en 1786 se incluye así dentro de la tradición española que pedía una tragedia de tema nacional. Ya a finales del siglo XVI, cuando surge toda una polémica sobre la posibilidad o la imposibilidad de tragedia popular, una de las cuestiones que más preocupan es precisamente la utilización del tema nacional y con qué forma. Cervantes, con la Numancia, intenta una tragedia de corte clásico, con importantes variantes, que se acerque al gusto del público; pero otros autores acaban encontrando una fórmula más amplia, que acabará desembocando en la comedia nueva.
En el siglo XVIII se vuelve a insistir en la necesidad de desechar el tema mitológico o de historia bíblica o clásica, típico de la tragedia clásica francesa e italiana, para acercarse al tema histórico nacional. De ahí que Jovellanos escribiera su Pelayo y Nicolás Fernández de Moratín su Hormesinda y su Guzmán el Bueno. El espectador se ha de sentir más conmovido por la representación de un acontecimiento de nuestra historia que no por la frialdad de la mitología.
Como consecuencia de esta separación clara entre tragedia y comedia, se condena la persona del gracioso, personaje imprescindible en todas las obras del teatro anterior. El Conde de Peñaflorida lo suprime de la escena por el disgusto que siente el alma cuando se le presenta una bufonada en el momento preciso en que el argumento había llegado a emocionarla277. Ignacio Luis de Aguirre critica a su vez «las bufonadas de un gracioso introducido contra las reglas de la Poesía dramática en lo más serio de la acción»278.
De acuerdo con las normas clasicistas, los Amigos se preocupan por atenerse a las reglas concretas de las tres unidades: de acción, de lugar y de tiempo que Boileau resumió con acierto en estos dos versos:

Qu'en un jour, qu'en un lieu, un seul fait accompli                      
Tienne jusqu'à la fin le théâtre rempli»279.            


Esta es la inquietud del Conde de Peñaflorida cuando compone el Borracho burlado: ante los posibles ataques de críticos escrupulosos sale defendiéndose en la Advertencia al lector:
«Y en fin, acaso no faltará quien la critique (la obra) de que no se observa en ella el rígido precepto de las tres unidades... que en las tres unidades es a mi parecer donde tiene menos irregularidad: pues aunque es cierto que se puede decir se juntan varias acciones, la principal es la de dar un chasco a Chantón Garrote, haciéndole creer que se ha vuelto un gran señor, poniéndole luego en el apuro de verse despojado de su grandeza y amenazado a una horca, y por fin hacerle una burla que llena de confusión, y siendo todas las acciones dirigidas a este fin, puede asegurarse que la acción es una y no más; en las unidades de tiempo y lugar hay todavía menos que tachar, pues si bien es verdad que desde la tienda del zapatero pasa la escena a los dos cuartos del Marqués, suponiéndose que el zapatero vivía en los cuartos bajos de este caballero, no se debe reputar por mutación del lugar».

Vemos cómo el Conde de Peñaflorida en una simple zarzuela (tal es el género de El Borracho burlado) está preocupado de no incumplir las tres unidades: para explicar el cambio de lugar que se observa en la obra debe recurrir al subterfugio de que el zapatero vivía en los cuartos bajos de la casa del Marqués, ya que de este modo la unidad de lugar se halla respetada. Tales eran también las soluciones que se daban en muchas obras francesas, creyendo que la perfección consistía en el riguroso cumplimiento de las normas, cayendo muchas veces en una casuística infantil e inútil.
Félix María de Samaniego ve también el ideal del dramaturgo en la sumisión a las reglas:
«Debe el hombre dejarse guiar antes que precipitarse... el principio que se ha querido dar a cada clase de composición dramática está fundado en la continuada y profunda observación de la naturaleza y del verdadero origen de los sentimientos o afectos humanos, considerados con respeto a la situación en que se intenta colocar al hombre; que estas leyes son eternas, universales, propias de todos los tiempos y países, de que ninguno tiene, a lo menos hasta ahora, privilegio de dispensarse; y finalmente, el plan, el interés y la invención de cualquiera de estas composiciones deben sujetarse a los principios invariables ya señalados, quedando sólo al autor la libertad en la distribución de los adornos de cada parte, según las circunstancias particulares del objeto que se propone y del carácter de aquellos a quienes se dirige»280.

Este ideal se nos presenta como excesivamente restringido, ya que el autor, amparado con fuertes diques que le mantienen dentro de una línea formalmente intachable, carece de toda libertad de acción. ¿Puede consistir el valor de una obra en esta formalidad que reduce tanto la inspiración personal? Creemos personalmente que es arrinconar demasiado la parte propia de la creatividad del hombre. Sin embargo, los miembros de la Real Sociedad Vascongada, imbuidos de conceptos neoclásicos, creían al menos que ahí tenían que dirigir sus esfuerzos en un intento de contrabalancear la dispersión que se observaba en el teatro anterior281.
En cuanto a la forma que han de dar a la redacción no se observa una norma bien definida sobre si ha de ser en verso o en prosa, recurriendo a la manera de proceder de los Franceses, cuyas corrientes literarias muestran conocer con acierto los miembros de la Sociedad. Cuando el 9 de febrero de 1765 Juan de la Mata Linares presenta la traducción al castellano de la tragedia francesa Horace, de Corneille, hace referencia a la famosa disputa entre los Antiguos y los Modernos282. En efecto, el autor de la Historia de la Sociedad, comentando esta traducción, nos dice:
«Bien tuvo presente el traductor que muchos con Mr. de la Motte prefieren la prosa como más propia para piezas de teatro trágicas y cómicas y que a su ejemplo nuestros antiguos trágicos pusieron en prosa la Venganza de Agamenón y Hécuba triste: sin embargo prefirió el metro para añadir a su Horacio la fuerza y el hechizo del verso que, poseyendo al Alma, la penetran mejor altos sublimes pensamientos que la dirigen a amar la verdad y aborrecer el vicio. Siguió en esta elección a Mr. Voltaire, que satisfizo a la Motte en este particular: sabía también que así Griegos como Romanos no se ataban al ritmo, contentándose con que la melodía de cada verso llenase las gracias que apetecían»283.

Antoine Houdar de la Motte, en su Discours sur la tragédie atacó de frente el sistema de las tres unidades, al que califica de regla pueril y opuesto a la verosimilitud. La unidad de acción quedaba sustituida por la de interés y eliminaba el uso de los confidentes, tan frecuente en el teatro francés. Recomendaba la utilización de la prosa para la tragedia y hasta para la oda. Voltaire, al contrario, se mostró como un admirador entusiasta de Racine: conservó escrupulosamente las formas transmitidas por el siglo XVII y se opuso con energía a las innovaciones propuestas por de la Motte. Juan de la Mata Linares, consciente de estos dos conceptos opuestos sobre la dramaturgia, pretende observar una postura intermedia, al escribir en verso, pero sin sujetarse al ritmo, como vemos en estos versos aislados que han sido conservados en un trozo tachado del discurso sobre el buen gusto en literatura del Conde de Peñaflorida:

«Roma enseñada siempre a glorias                
Cuenta por sus batallas las victorias               
Siempre que a las manos ha venido               
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Aún no ha peleado cuando ya ha vencido».                       


Si analizamos estos versos observamos que tan sólo el segundo «Cuen-ta-por-sus-ba-ta-llas-las-vic-to-rias» se ajusta a las normas poéticas sobre el endecasílabo, con el acento sobre las sílabas 6.ª y 10.ª. Los versos primero y tercero, para convertirse en endecasílabos, necesitan hacer hiato donde debían hacer sinalefa, como en «Roma enseñada», «siempre a» o «que a»:

Ro-ma-en-se-ña-da-siem-pre-a-glo-rias                   
siem-pre-que-a-las-ma-nos-ha-ve-ni-do                  

y entonces los acentos recaen sobre las sílabas 5.ª, 7.ª y 10.ª en el primer caso y en las sílabas 7.ª y l0.ª en el segundo, lo que se aparta de las normas poéticas generales. En cuanto al verso que hemos citado al final, observamos que está formado por doce sílabas:
Aun-no ha-pe-le-a-do-cuan-do-ya ha-ven-ci-do
necesitándose, para convertirlo en endecasílabo, de la sinéresis en Pe-le-a-do, pero esto iría contra la pronunciación propia de la palabra.
Juan de la Mata, por el contrario, se esfuerza en aplicar las normas sobre la consonancia al final de verso, al hacer rimar «glorias» con «victorias» y «venido» con «vencido». Vemos en qué manera Juan de la Mata, siguiendo las indicaciones de dos preceptistas antagónicos -Houdar de la Motte y Voltaire- hace una cosa intermedia, dispuesto igualmente a aceptar la prosa, como lo hicieron ya nuestros trágicos renacentistas.
Como suele ocurrir en las escuelas literarias, donde los discípulos se esfuerzan por ser más puristas que los maestros, los miembros de la Real Sociedad Vascongada, en un exceso de rigidez, critican las obras de los clásicos franceses. El Conde de Peñaflorida, cuando enjuicia el Tartuffe de Molière, halla una falta de decencia en la escena tercera del tercer acto y en la quinta y la séptima del cuarto, entre Elmire y Tartuffe:
«Aunque es verdad que acaso en ninguna de sus comedias sostiene mejor Molière el carácter de su héroe que en ésta, creo que las escenas citadas arriba no se pueden ver ni oír sin que el lenguaje blanco y endemoniado y las acciones poco decentes con que el malvado de Tartuffe solicita en ella a Elmire, despierten en los oyentes la concupiscencia más dormida»284.

Igualmente cuando Juan de la Mata traduce el Horace de Corneille, suprime el quinto acto, amparándose para ello en las palabras del propio Corneille en el examen que hizo de su obra en 1660285: la tragedia queda libre, de este modo, de la falta contra la unidad de acción y se acomoda a la regla del poeta latino Horacio de que en todo deben triunfar la sencillez y la unidad.
La división en actos es arbitraria. Ante la necesidad de suprimir el quinto acto de Horace, Juan de la Mata siente el escrúpulo de no seguir la regla del autor de la Carta a los Pisones:

«Neve minor neu sit quinto productior actu                      
Fabula, quae posci vult et spectanda reponi».                   


(vv. 189-190)                       

pero se defiende diciendo que este precepto no impone obligación, ya que Molière, amén de muchos más, hizo también comedias con tres actos o con uno solo.
El Conde de Peñaflorida en el Borracho burlado, después de la escena XIV dice que ahí se puede considerar el final del primer acto, en caso de desear hacer un alto en la representación. No se ciñen, pues, los Amigos a un número exacto de actos, al igual que pregonan otros neoclásicos286.
Aparte de estas normas de carácter general y literario, la Real Sociedad Vascongada estableció un reglamento interno que trataba de todo lo relativo a las representaciones del teatro. Este reglamento, que reproducimos en el Apéndice documental, preveía cuestiones de orden material, insistiendo particularmente en la necesidad de gran decencia con que se debían llevar a cabo las representaciones, tanto en la organización (lugar, preparación de la sala, prohibición de entrar en los vestuarios o en los bastidores a toda persona ajena a la representación), como en la vestimenta adecuada que se había de llevar, especialmente en el caso de las señoras y señoritas. Las obras deberían ser examinadas con antelación a su representación, de manera que no contuvieran nada contra las buenas costumbres, sino que fueran capaces de inspirar horror al vicio y amor a la virtud. La Sociedad se mostraba disponible ante las sugerencias que el público pudiera presentar en cualquier momento.
El manuscrito de Estatutos de una Sociedad, propiedad de D. Juan Ramón de Urquijo y Olano, y fruto de los primeros intentos de dar una organización a la Real Sociedad Vascongada, insiste, en el artículo 14, en la necesidad de mostrarse dignos Amigos del País en el teatro:
«No sólo fueran contra lo prevenido en el artículo precedente (hablaba de la importancia de la Amistad) si produjesen en el teatro piezas capaces de causar el menor desorden en corazón y espíritu de las gentes. Antes bien, pues, han de poner toda su mira en que sean dignas del celebrado teatro de los Griegos que, lejos de corromper y pervertir a los jóvenes, infundían en ellos un horror al vicio y amor a la virtud».

Posteriormente, este mismo artículo, según se observa en las hojas finales del manuscrito en cuestión, fue objeto de una ligera variante en los términos siguientes:
«En lo que sobre todo han de poner la primera atención es en mostrarse tales (Amigos) en las piezas de teatro y otras de bella Literatura, pues no lo fueran así si éstas fuesen capaces de causar el menor desorden en el corazón y espíritu de las gentes. Antes bien, han de poner toda su mira en infundir en todos horror al vicio y amor a la virtud».

Deseosos de dar nueva vida al teatro, los Amigos buscan otra fuente en el teatro lírico -la zarzuela-, que a pesar de la parte musical conserva cierta relación con la literatura, por la letra de las canciones y toda la parte dramática: entra así en un apartado especial de la literatura, de lo que son conscientes los Amigos. ¿No hemos visto, en efecto, al Conde de Peñaflorida preocuparse por la aplicación de las tres unidades al componer el Borracho burlado? En la Dedicatoria del Mariscal en su fragua, la Villa de Vergara también se congratula de una obra que junta a lo gracioso de una ópera bufa la más escrupulosa regularidad y observancia de las leyes del teatro.
La zarzuela, cuyo origen se remonta en los siglos, confundiéndose con las farsas y los autos, conoció una gran difusión durante el siglo XVII, siendo considerada la égloga pastoril de Lope de Vega La Selva sin amor, representada en 1629, como la primera obra digna de ese nombre. En la corte se establece en 1703 la primera tropa italiana que recibe el apoyo real. Los Italianos, a pesar de la oposición del pueblo, consiguen imponer este nuevo género teatral, gracias a la actuación de Carlos Broschi, universalmente conocido bajo el nombre de Farinelli, que recibió los favores de la reina Isabel de Farnesio.
Los miembros de la Real Sociedad Vascongada, que sentían gran afición por la zarzuela -ya vimos anteriormente la opinión de Samaniego sobre este particular-, no solamente se fijan en la época italiana, sino que también se interesan por la «opéra comique» de los Franceses, que tanto éxito conocía en esa época. Los Extractos de 1772 nos indican la existencia de las siguientes zarzuelas en la biblioteca de la Sociedad:
- Obras francesas -
Lucille, comedia en 1 acto, en verso, escrita por Marmontel, música de Guétry, representada el 5 de enero de 1769.
Déserteur, drama en 3 actos, en prosa, escrita por Sedaine, música de Monsigny, representada el 6 de marzo de 1769.
Rose et Colas, comedia en 1 acto, en prosa, escrita por Sedaine, música de Monsigny, representada el 8 de marzo de 1764.
Roi et Fermier, comedia en 3 actos, escrita por Sedaine, música de Monsigny, representada el 22 de noviembre de 1762.
Annette et Lubin, comedia en 1 acto, en verso, escrita por Marmontel, música del Caballero de Laborde, representada el 30 de marzo de 1762.
Podría tratarse igualmente de otra comedia que llevaba el mismo título, obra de Mme. Favart y el Abate de Voisenon, música de Blaise, representada el 15 de febrero de 1762.
Maître en droit, comedia en 2 actos, en verso, escrita por Lemonnier, música de Monsigny, representada el 13 de febrero de 1760.
Ninette à la cour, comedia en 2 actos, música de Duni, representada en 1755.
- Obras italianas -
Il Trácolo, de Pergolese, intermedio, representado en 1734.
Livietta e Tracolo, de Pergolese, intermedio, representado en 1734.
La Serva Padrona, ópera en dos actos, escrita por Nelli, música de Pergolese, representada en 1733.
Il Heroe Chinese, de Conforto.
Observamos una superioridad numérica de obras francesas, ya que los Extractos citan 7 francesas frente a 4 italianas. Además las italianas son todas muy antiguas si las comparamos con las francesas. Las primeras datan de los años 1733-34, mientras que las francesas se escalonan del año 1755 al 1769. Dos de ellas fueron representadas en 1769, o sea tan sólo tres años antes de que aparecieran en los Extractos. Esto nos indica que los miembros de la Real Sociedad Vascongada estaban más pendientes de las novedades ocurridas en Francia que de lo que pudiera suceder en Italia, en lo referente al teatro lírico: creemos poder afirmar que la afición que los Amigos sentían por la zarzuela les llegaba principalmente a través de Francia.




Antecedentes del teatro en el País Vasco, con relación a la Real Sociedad Vascongada de los Amigos del País
En el País Vasco se habían representado desde tiempos remotos pastorales y mascaradas, de las que se tiene conocimiento a través de algunas que han llegado hasta nuestros días y de varios indicios que nos permiten afirmar su existencia287. Pero sin duda, debido a las rigurosas disposiciones del Concilio de Trento, se produjo un corte brusco a partir del siglo XVII hasta la segunda mitad del siglo XVIII, ya que no se observa ningún rastro de dichas obras.
El país, eminentemente rural y de poblaciones de escaso vecindario, no era propicio para que floreciera un teatro de ciudad288. Las compañías que recorrían los pueblos de la Península no debieron de adentrarse en esta región por la barrera que representaba la diferencia de idioma. Ya vimos anteriormente cómo las autoridades eclesiásticas prohibían toda clase de representación, por todo lo cual podemos afirmar que el País Vasco en general careció de teatro durante muchos años.
He aquí que un grupo de jóvenes inquietos que se habían distinguido ya en la república de las Letras por su polémica con el Padre Isla en 1758 con la publicación de Los Aldeanos críticos y las cartas que se intercambiaron a continuación, sintiendo afición por la música y el teatro, se juntan por diversión para dar un espectáculo nuevo en el país a un grupo de amigos. En las reuniones familiares a las que asisten personas de la alta sociedad representan ciertas obras, como el Criado de dos amos, en Azcoitia, según se desprende de una carta del Conde de Peñaflorida que reproducimos en el Apéndice documental. Aprovechan luego la concurrencia de la nobleza que se dirige a Azcoitia con motivo de las Juntas Generales de la M. N. y M. L. Provincia de Guipúzcoa en julio de 1764. El Conde de Peñaflorida, animador del grupo, trabajó afanosamente para llevar a cabo los ensayos con miembros esparcidos en diversos pueblos:
«Es imponderable la fatiga y el afán con que nuestro Conde transformado en autor cómico y en compositor, instruía a los nuevos operantes. Como éstos vivían dispersos en diferentes pueblos de Guipúzcoa y Vizcaya, era casi imposible reunirlos en un lugar; y así tenía que acudir nuestro Conde a todas partes. Tan pronto estaba en Marquina, como en Vergara y en Azcoitia, ocupado y afanado en ensayos, en repasos de su nueva ópera y en formar y entonar la nueva compañía; pero salió con el intento»289.

Esta compañía de aficionados obtuvo un gran éxito en sus representaciones y la Villa de Vergara, que preparaba entonces los festejos con motivo de la subida a los altares de San Martín de Aguirre, estima que esta compañía puede dar gran realce a la fiesta. Con el fin de que cada asistente tenga ante sí la obra, la Villa sufraga los gastos de la impresión de El Mariscal en su fragua y El Borracho burlado, lo que ha permitido que ambas zarzuelas hayan llegado hasta nosotros. El Conde de Peñaflorida, tal vez por modestia, o tal vez porque realmente reconoce ciertos defectos, está lejos de pensar en adquirir un nombre en el teatro español:
«...no siendo mi interés el dejar un nombre en la historia del Teatro español, debo preferir el complacer a unos amigos, al recelo de dejar de parecer sabio»290.

Sin embargo, la Villa de Vergara le saluda con gozo y le concede ya una plaza dentro del teatro español:
«A ella (Azcoitia) y a V.S. tendrá que agradecer el Teatro Español y toda la Nación entera una pieza que les hará a ambos igual honor...»291.

Y más adelante dice que uno de los motivos de haber dado la pieza a la imprenta fue «para ilustrar con ella al teatro español». En la Dedicatoria que hace la misma Villa al autor de El Borracho burlado elogia la calidad de la obra:
«Ella es una Pieza Maestra de escogido numen oefico (?) y músico de V.S....
Reconozca, pues, Señor, todo el País a V.S. como a principio y perfección del Teatro Vascongado, como a Propagador de su cultura, como a Agente de su felicidad...».

La Villa cree sinceramente que estas representaciones de teatro, cosa realmente nueva en el país vascongado, son dignas ya de ser incluidas como grandes obras dentro del teatro español. Y ciertamente, aunque no posean tanto valor como hubiese deseado la Villa de Vergara, sin embargo no les falta cierto mérito literario, como lo iremos viendo a lo largo de este trabajo. El propio Conde de Peñaflorida reconocía que estas obras pierden mucho al ser leídas292.
Tres fueron las representaciones que se llevaron a cabo. Joaquín María de Eguía y Aguirre, el futuro Marqués de Narros, tradujo la Clemencia de Tito, de Metastasio, que lamentablemente no hemos podido localizar. Únicamente tenemos la apreciación de un contemporáneo, el autor de la Historia de la Sociedad, que dice así:
«El Amigo Eguía había empleado en esta bella traducción todo aquel arte que es menester para hacer sentencioso y agradable el verso y para adornar y componer una pieza de teatro, que destinada en el original para ópera trágica, tuviese, desnudándola de la música, aquel espíritu y aquella armonía que la hiciese tan agradable y descubriese tan viva la clemencia de Tito, el furor de Vitalia, la constante fidelidad en Servilia, la fuerza de las pasiones encontrada en Sexto y la grandeza de alma en Anío»293.

Podemos deducir que el autor tradujo esta obra en verso, que causó el agrado del auditorio y parece ser también que quitó la música original, con lo que la convirtió en una tragedia.
El Conde de Peñaflorida presentó dos zarzuelas. La primera es una traducción de otra que lleva por título Le Maréchal ferrant, escrita por Quétant y Anseaume, música de Philidor, y que se estrenó en París en el teatro de la feria de San Lorenzo el 22 de agosto de 1761294, llegándose a representar ante los Reyes de Francia. El Conde de Peñaflorida no esconde el original traducido, según el propio título que da a la zarzuela: El Mariscal en su fragua, ópera cómica escrita en francés por Monsiur (sic) Quétant y puesta en música por Phylidor, traducida al español por un Cavallero (sic) guipuzcoano.
La parte de prosa es una traducción casi literal, si bien se observan los giros coloquiales propios de una traducción al castellano. Así la presentación de Marcel:
«Cinq heures sont sonnées, la nuit viendra bientôt. Il faut que j'aille porter mon Mémoire au château et que je m'habille. Claudine, Jeannette, Claudine. Je gagerais qu'elles sont encore en querelle».

(Se. I)               

queda convertida en castellano en:
«Son ya las cinco dadas y antes que sea de noche quiero llevar mi cuenta al Palacio: vistámonos, pues. ¿Claudina? ¿Juanita? ¿Claudina? ¿cuánto va que aún están de camorra?».

El diálogo conserva la soltura francesa: la pregunta de Marcel: «C'est donc pour des amoreux qu'on fait tout ce bruit-là?» guarda toda su ligereza en «Con que toda esa bulla es por algún galanteo ¿eh?».
El traductor se ha permitido introducir alguna variación, ya suprimiendo, ya añadiendo ciertas cosas, conforme lo estimaba necesario. Claudina pretende dar una lección de autoridad a Marcel, padre de Juanita, diciéndole en el original:
«Jour de Dieu, vous souffrez qu'une morveuse à 18 ans ait déjà des amoureux?».

(Se. II)                         

que el Conde de Peñaflorida cree conveniente ampliar en estos términos:
«¿Oyes eso? ¿Aguantas que una hija se explique con esa libertad delante de su padre? ¿y habrá paciencia para que una niña que aún no sabe limpiarse los mocos tenga su pedazo de Majo?».

En ciertas ocasiones, el Conde de Peñaflorida transforma imágenes demasiado conocidas por giros que encierran mayor expresividad:

«Oui, votre fille                 
Contre non sentiment                
Et sans votre agrément              
A su faire un Amant:                   
Du feu le plus ardent                  
Pour lui son coeur pétille:                     
C'est Colin».                       


(Se. II)                         

queda traducido por:
«Has de saber, Marcel, que contra mi dictamen y sin tu consentimiento se ha echado Juanita un Majo, por quien ella se muere... y este Majo es Colín».

La idea del amor ciego queda mejor expresada mediante las palabras del Conde de Peñaflorida, ya que el verbo morirse por alguien manifiesta mejor la intensidad amorosa que no la metáfora anodina del fuego ardiente, empleada hasta el exceso en la poesía.
En la parte en que la poesía debe adaptarse a la música, el Conde de Peñaflorida se aleja bastante de su modelo, por las dificultades en que se halla de sujetar el metro a una música dispuesta originariamente para poesía francesa. Por eso se expresa con mayor originalidad, tal como lo veremos cuando tratemos del aspecto poético en el capítulo siguiente.
El Conde de Peñaflorida que aparece como mero traductor (aunque podemos afirmar que traductor inteligente, pues nos da bien la correspondencia de la obra francesa) tiene un papel distinto en El Borracho burlado, ópera cómica, escrita en castellano y vascuence, y puesta en música por un Cavallero (sic) guipuzcoano295, ya que él es el autor.
Destinada inicialmente a ser escrita en vascuence, no lo fue sin embargo por la dificultad de utilizar el dialecto apropiado, pues, de haber tomado el de Azcoitia, no hubiese agradado a los del resto del país, y los actores previstos para la representación no hubiesen sido tampoco capaces de imitar correctamente el habla de Tolosa, Hernani o San Sebastián, por lo que se reservó el vascuence tan solamente para la parte cantada296, mientras el resto va escrito en castellano. Y para que los asistentes que desconocieran el vascuence pudiesen seguir la acción, puso en prosa castellana el significado de las canciones. Las anotaciones escénicas, las que indican las posturas, gestos y otros detalles de los actores, van igualmente expresadas en castellano.
El Conde de Peñaflorida nos introduce desde un principio en la acción principal, monstrándonos a Chantón Garrote bebiendo conforme es su costumbre. Su mujer Marichu, tras una larga búsqueda por las tabernas, se lamenta de su suerte y cuando ve a su marido tendido en el suelo le vitupera, y para hacerle perder el vicio, le amenaza con entregarle a las autoridades, como recurso final, de lo que se ríe Chantón mientras se abandona plácidamente al sueño. Don Diego, mayordomo de un caballero, informado por Marichu de la resistencia de Chantón a dejar el vino, prepara un último procedimiento. Marichu duda de que pueda hacer cambiar a su marido, pero Don Diego le hace ver que cuando se hayan reído a sus expensas y todo el pueblo hable de ello, ciertamente se corregirá. Después de vestir a Chantón con una bata de D. Diego, le despiertan ya en una habitación sumamente lujosa: le hacen creer que se ha convertido en el Marqués de Trapisonda. Asombrado en un principio, poco a poco cae en la trampa que le han tendido, pues le tributan un trato digno de personas más importantes de lo que él ha sido hasta entonces. Cuando Don Diego entra de repente en la habitación, finge tomarle por ladrón y decide enviarle a la horca. Chantón pide entonces perdón y promete cambiar de vida, abandonando la borrachera y el juego: su esposa le perdona, segura de que en lo sucesivo no habrá problemas en el matrimonio. Dentro de esta acción principal se insertan otras secundarias, como el trabajo en la tienda del zapatero (VI-XIII), visita de unas tenderas (XXV), del zapatero solicitando el importe de un fingido servicio (XXXI).
Si observamos en un principio la forma externa de esta obra, nos damos cuenta de ciertas novedades teatrales con relación al teatro tradicional español. Así, la presentación de los personajes que durante el Siglo de Oro solía consistir tan sólo en una indicación de los nombres297, se hace ahora aclarando brevemente el plano social, y especialmente el parentesco o relaciones entre personajes:
Chantón Garrote, hombre ordinario.
Marichu, su mujer.
Martinico, Zapatero, amigo de Chantón.
Machalán, su mujer.
Cuatro Oficiales del Zapatero.
Don Diego, Mayordomo de un Caballero, que vive en el cuarto alto de Martinico.
Don Antonio) Pages del mismo Caballero.
Don Pedro)
Un hombre que vende manzanas.
Este procedimiento nos recuerda, por su estructura, el empleado en el teatro francés298.
Frente a la división frecuente de la acción en «jornadas», según la terminología anterior, ahora la obra se compone de uno o dos Actos (según se desee o no cortar la representación tras la escena XIV), y en Scenas, tal vez en recuerdo de la voz francesa scéne o de la latina scaena.
Ya vimos anteriormente cómo el Conde de Peñaflorida estaba preocupado por dar una estructura clásica, con aplicación de las tres reglas de tiempo, de lugar y de acción. Veamos ahora cómo lo realiza.
El tiempo en que se desarrolla la acción de la zarzuela puede casi ser igual al de la representación, pues al principio aparece Chantón Garrote borracho y luego la acción representa el chasco que le preparan tras despertarle.
Por lo que atañe al lugar, se realiza la acción en tres ambientes distintos: hasta la escena XIV, inclusive, nos hallamos en la tienda del zapatero, posteriormente y hasta la escena XVII estamos en la antecámara de un caballero, para pasar luego dentro de la habitación. Lo que podía en un principio parecer una falta contra la norma clásica, el Conde de Peñaflorida lo rectifica, haciendo suponer que la tienda del zapatero se hallaba situada debajo de la casa del caballero.
En cuanto a la acción, el Conde de Peñaflorida mismo era consciente de la variedad de hechos, pero van incluidos dentro de la acción principal, como lo veremos más adelante. Únicamente, nosotros estimamos como algo fuera de la línea general de la obra las escenas de la tienda del zapatero en pleno trabajo que no aportan nada nuevo, sino un agradable espectáculo para la vista.
El Conde de Peñaflorida utiliza como elemento de exposición el romance, frente a la costumbre anterior de que las obras teatrales fueran en redondillas o quintillas. Así tenemos, por ejemplo:

«Al tiempo de entrar aquí                     
tras vosotros me ha llamado                
una conocida antigua,                
la que habiéndose casado                     
con un tal Chantón Garrote,                
famosísimo borracho,                
me ha estado contando cuitas,            
y pintando sus trabajos              
de modo que no es decible                   
la compasión que me ha dado...».                 


(Escena V)                  

Este estilo se acerca por su sencillez a la prosa: falta generalmente todo tipo de recursos estilísticos, lo que hace el relato más cercano al auditorio.
Otra novedad de esta zarzuela con relación al teatro anterior es la ausencia del tema del amor que resultaba prácticamente imprescindible en todas las comedias de entonces. El Conde de Peñaflorida cree que debe disculparse por ello, explicando en la Advertencia del Autor:
«Conozco que éstos (defectos) son muchos, ella (la obra) no tiene aquel interés que empeña comúnmente al auditorio, pues la falta el cebo del amor, agente tan socorrido en los teatros, para atraer y fijar la atención de todos... Si no he mezclado nada de amores, ha sido por las circunstancias de las personas que estaban destinadas para su representación, a cuyos caracteres he procurado acomodar los diferentes personajes que introduzco en ella».

En el estudio de fondo de esta obra hemos observado ciertos valores que quisiéramos poner de relieve. Fijémonos, por ejemplo, en el personaje central, Chantón Garrote, y analicémoslo.
En un principio aparece como borracho empedernido, y su lenguaje rústico corresponde a su baja situación social:

«Si habrá desollado ya               
el cernícalo de anoche                
mi amigo Martín...                       
...durmiendo debe de estar                  
como un lechón este pobre...».                      


(Escena I)                   

y sus relaciones con su esposa han llegado casi a desaparecer:

«Son el Demonio estas hembras...                 
¿Quién diablos la habrá metido                      
en venir hasta aquí, cuando                 
en mi vida yo la digo                   
palabra? pues todo el día                      
ni la veo ni la oigo».                    


(Escena III)                 

Pero cuando se despierta en una habitación de características desconocidas para él por la elegancia de los muebles, y él se ve vestido ricamente, queda turbado:

«Caballeros,                       
yo... cuando... acá... por Dios              
no sé...».                 


(Escena XX)                

Al enterarse que se ha convertido en el Marqués de Trapisonda balbucea:

«¿De Trapisonda, y Marqués,              
yo?... ¿cómo?... ¿y desde cuándo                  
Marqués?... digo ahí es nada               
el título que me han dado.                    
¡Señor! ¿qué embolismo es éste?».               


(Escena XXII)                         

Todo son preguntas, exclamaciones, frases incompletas que manifiestan bien la confusión de Chantón.
A pesar de esta primera reacción y ante lo que parece una evidencia de su súbita transformación, Chantón Garrote va haciéndose a la idea de su nueva situación social. Por eso cuando le entregan una carta que contiene un mensaje urgente, él se retrae de leerla y la da a Don Pedro para que la lea, pero guardando su dignidad:

CHANTÓN dando la carta a DON PEDRO


-Pues léala Vmd.   
DON PEDRO           
-¿Yo? Y si acaso     
fuese cosa de secreto      
no ve Usía puede haber 
gran inconveniente en ello.      
CHANTÓN   
-No importa,  (aparte)  yo no sé leer  
tengo mala la cabeza».   

(Escena XXII)                         

Y Chantón empieza ya a verse por la imaginación en su nuevo papel de marqués, y se acuerda también de su mujer:

«...ciertamente voy creyendo,            
que sin saber cómo o cuándo,             
Chantón Garrote se ha vuelto              
en Marqués. ¡Válgame Dios!                
Cuando llegase a saberlo                       
mi mujer que sí dirá,                   
no ha de caber de contento                 
cuando la llamen Marquesa.                
Pues, ¡no digo nada luego                     
en yéndome a mi lugar!             
ése sí que será cuento.               
No hay remedio, en almorzando                    
inmediatamente quiero             
mandar que vayan por ahí                   
a traerme un caballo bueno,                
y montado en él me iré              
arrogante, guapo y tieso».                   


(Escena XXIII)                        

Chantón se siente entonces con autoridad suficiente para dar órdenes, lo que hace de un modo tajante que recuerda su origen popular:

«Una silla».            


(Escena XXIV)                       


«Oyes, venga acá ese plato».               


(Escena XXIV)                       


«Pues despacharlas prontico».           


(Escena XXV)                         


«Echámela de mi cuarto            
al instante».                       


(Escena XXIX)                        

En esta nueva situación, piensa ya en el decoro. Quisiera invitar a su amigo Martinico, el zapatero, a su mesa, pero duda por el qué dirán:

«...pero...               
¿a un zapatero en su mesa                   
tendrá un marqués? ¿qué dirán?».               


(Escena XXXI)                        

En el momento en que Don Diego se presenta en la habitación para aclarar la situación, Chantón Garrote se muestra autoritario y decidido a defender su prestigio:

«Estos dos platos son míos                   
y en lo que es de mi persona                
baste deciros que soy                 
el Marqués de Trapisonda».                 


A la pregunta de quién le ha hecho Marqués, responde:

«Yo no sé quién me ha hecho              
sólo sé que soy Marqués           
y se me debe respeto».              


Cuando le quieren detener, él protesta amenazando a los demás:

¿Cómo se entiende? ¡A mí atarme!                
¡Protesto la violencia,                 
y he de veros en una horca                  
aunque me cueste el Estado                 
famoso de Trapisonda!              


(Escena XXXII)                      

Al final, cuando se le dice la verdad, se aplana y pide perdón.
Observamos una evolución ascendente en el carácter de Chantón que va tomando conciencia del papel que se le ha querido dar: aparecen sentimientos de vanidad y autoridad. Lejos de presentarnos un personaje monolítico, el Conde de Peñaflorida ha sabido darnos la impresión de que se mueve ante nosotros un ser humano con sentimientos propios que evolucionan a lo largo de la representación.
Concebida como elemento de distracción, la zarzuela de El Borracho burlado tiene diferentes elementos cómicos que dividiremos en cómico de posturas, de vocabulario y de carácter.
El Conde de Peñaflorida logra la risa del espectador desde el principio en que aparece Chantón ebrio, hablando con el jarro de vino o cuando éste se acuesta en las tablas, cuando muestra su impaciencia ante la peregrina con gestos llamativos, cuando asistimos a la disputa entre Martinico y Chantón en lucha por los platos que contienen el almuerzo, o cuando Chantón se deja caer a los pies de Don Diego solicitando su perdón tras haberse mostrado antes tan seguro de sí mismo. Todos esos elementos pertenecen más bien al género de la farsa: provocan la risa por lo extraño de las posturas o de las diversas acciones.
El Conde de Peñaflorida hace alarde también de comicidad de vocabulario mediante voces del habla muy popular, como «carnícalo», «lechón» (Escena I), «barrigas», en lugar de «estómago» (Escena XXIII). Estas voces son sin embrago esporádicas; la risa franca se eleva hacia una sonrisa más espiritual, como en la réplica siguiente:
«DON ANTONIO   
¿Pues quiere que hagamos       
Café con leche?     
CHANTÓN   
¿Qué es eso?         
¿Es acaso un buen bocado?      
DON PEDRO           
Es bebida». 

(Escena XXII)                         

Cuando conocemos el carácter de Chantón tan dado a la bebida nos produce una agradable sonrisa su desconocimiento del café con leche.
Asimismo, Chantón se muestra decidido a defender su autoridad:

«He de veros en la horca                       
aunque me cueste el Estado                 
famoso de Trapisonda».            


(Escena XXXII)                      

Al elevar Chantón al rango de «Estado famoso» su hipotético marquesado, origina en el espectador una sonrisa fina de agrado.
El Conde de Peñaflorida deja descansar toda la acción sobre un doble plano realidad-ficción, con la doble personalidad de Chantón: al estar enterado del chasco que se le prepara, el espectador puede seguir más de cerca la irrealidad de las ilusiones de Chantón. También, cuando al final Marichu, fingiéndose muy afligida, se echa a los pies de Don Diego solicitando perdón para su esposo, nos produce sonrisa, pues sabemos que no lo hace sino para que Chantón crea que ella también se une a él.
El Conde de Peñaflorida sabe utilizar con acierto el procedimiento cómico que distingue a los buenos autores: el cómico de carácter. Y lo hace no ya esporádicamente, como en los elementos que hemos indicado anteriormente, sino a lo largo de varias escenas. Utiliza para ello una de las tendencias que están acordes con el personaje de Chantón: el hambre. Lo primero que se le ofrece es un buen desayuno: todo parece estar dispuesto para ello y Chantón no siente ya sino el placer de comer:

«¡Qué ganas tengo, Dios mío,              
de llenarme la barriga».             


(Escena XXIV)                       

Entonces una serie de visitas hace posponer la comida dando lugar a la exposición del carácter de Chantón. Primero entran unas tenderas con varios géneros en unas cestas. Chantón pide que la visita sea corta:

«pues despacharlas prontico               
y dame luego mi almuerzo                   
que estoy muriéndome de hambre».            


(Escena XXV)                         

y él mismo les dice a las tenderas que vuelvan después de comer, pues ahora tiene un quehacer.
Cuando entra un hombre vendiendo manzanas, Chantón parece impacientarse:
«Valga el Diablo tanta gente».

(Escena XXVII)                      

Y sin dar lugar a explicaciones, ordena seguidamente a Don Pedro que coja un par de manzanas, de las más maduras y despida al intruso. Cuando por fin se hallan solos Don Pedro y Chantón, éste siente grandes ansias por empezar a comer:

«Vamos, parte, parte luego                  
y échame a este plato un trozo».                   


(Escena XXVIII)                     

La llegada de una peregrina colma ya su impaciencia:

«Maldito sea amén el Diablo ¿a qué viene aquí esta loca?».                 


y ordena tajantemente que se le despache:

«Echámela de mi cuarto al instante».           


Cuando Don Pedro le pregunta qué le podrá dar a la pobre peregrina, él contesta con sequedad: «Cualquier cosa», pues no piensa sino en quedarse solo. En señal de reconocimiento por un real de vellón que recibe de Don Pedro, la visitante quiere cantar una tonadilla. Chantón entonces no se contiene:

«¿Cómo qué? ¡Para Músicas estamos!                     
Señora mía, tome Vmd. su dinero, y váyase con Dios                 
o con la trampa, que acá tenemos que hacer».                 


Y ordena:
«Pues dame acá aquese plato y más que cante».

Pero Don Pedro le señala que eso no es correcto en una persona de su categoría. Chantón se muestra nervioso durante la canción, preocupado de ver el final de la misma. Así, al contrario de Don Pedro, que alaba a la peregrina por su voz, Chantón deja estallar su ira:

«Mal hayas tú, la cantora,                    
y toda tu cantinela».                   


y dirigiéndose a ella la despacha en términos violentos:

«Señora, ya he dicho a Vmd.               
que estoy bastante de priesa,              
y así hágame el favor                  
de coger luego la puerta».                    


(Escena XXIX)                        

Ante la posibilidad de nuevas visitas, ordena que se cierre la puerta con llave, pero Martinico, el zapatero, había hecho ya su entrada. La primera reacción de Chantón es aún más violenta que las anteriores:

«¿Otro diablo? echa ese hombre mas                      
que sea por la ventana».                       


Sin embargo cuando oye a Martinico tratarle de Usía, entra en juego el sentimiento de vanagloria y se le olvida por completo el hambre. Su tono se hace más amable:
 aparte
Usía, me dijo, ¡hola!        
pues éste bien me conoce.        
Mírame bien, Martinico,
¿caes en cuenta quién soy? hombre».          

Ahora en lugar de pretender echarlo, le invita a participar de su almuerzo, con tono paternalista:
«Quiero que almorcemos juntos».

Pero Martinico viene a pedirle con urgencia dinero por un fingido trabajo, y ante la insistencia del zapatero, Chantón le despacha:

«Pues por hoy no puede ser.               
Y así, amigo, vete afuera            
que yo tengo acá que hacer».             


A partir de entonces el diálogo se vuelve otra vez muy tenso:
«MARTINICO         
¿Irme yo sin mi dinero? 
No hay que pensarlo.      
CHANTÓN   
Insolente, salte luego,     
y si la puerta no coges    
por un balcón te echaremos.   
MARTINICO
Porque pido a Usía lo mío         
¿me trata con tal desprecio?    
CHANTÓN   
Martín, en valde te cansas,       
no has de llevar un cornado.    
MARTINICO
Pues si Usía no me paga,
yo sabré hacerme cobrado».   

Entonces se lanza sobre los platos de plata que contienen el almuerzo. Chantón cuya ira alcanza el punto álgido, no da órdenes sino que se lanza él mismo en defensa de sus bienes y de su comida, amenazando a Martinico:

«¿Cómo, ladrón atrevido?...                
Suelta y sino acá mismo             
el alma te he de arrancar».                   


(Escena XXXI)                        

Observamos un crescendo de la ira de Chantón, de acuerdo con el deseo de satisfacer el hambre que se hace cada vez más imperiosa. Pero la tensión no sube de manera uniforme, sino que se apacigua un momento cuando Martinico, que tanto trato había tenido anteriormente con Chantón, parece confirmar la transformación efectuada en este. Tras este corto paréntesis, la ira estalla en pocos momentos. El Conde de Peñaflorida ha sabido tratar con mano maestra este carácter de Chantón y producirnos la risa fina mediante la propia descripción de sus reacciones.
Siguiendo con la ley clásica de que los pensamientos deben estar en conformidad con los personajes, el Conde de Peñaflorida expone las máximas de moral práctica a través del personaje de mayor relieve social de la obra, Don Diego:

«El Amor propio en el hombre            
tiene tal poder y fuerza              
que puede decirse que es                      
el Alma de sus empresas:                      
y en sabiendo manejar               
todas sus ocultas ruedas            
se ven monstruosos efectos                 
a costa de poca pena.                 
La pasión más dominante                     
en el hombre es la soberbia,                
y esto de ser mayor que otros             
es lo que a uno más le llena.                 
Consiguientemente no hay                   
cosa que un hombre más siente                     
que al ver que en vez de apreciarle,              
le hacen burla y le desprecian:            
de suerte que más contiene                 
el miedo que tal suceda             
que el temor de los castigos                 
y cebo de recompensas».                     


(Escena XV)                

No podía faltar a una obra realizada por un ilustrado un fin moralizador que alejase del vicio a cuantos se viesen retratados en Chantón Garrote:
«Los que tienen en el Mundo la costumbre de emborracharse escarmienten en la cabeza de mi marido».

(Escena final)                        

Tras este estudio de la zarzuela El Borracho burlado podemos afirmar que el Conde de Peñaflorida logró hacer una obra de real valor dramático dentro de este género menor de la zarzuela, y compartimos la afirmación de la Villa de Vergara de que tiene su puesto dentro del teatro de la época.




Realizaciones teatrales de la Real Sociedad Vascongada
Estas primeras tentativas teatrales, anteriores en pocos meses tan sólo a la creación de la Real Sociedad Vascongada de los Amigos del País, guardan con esta Institución un lazo íntimo por ser obra de sus principales miembros, el Conde de Peñaflorida y Joaquín María de Eguía. Esta actividad continuó con cierta intensidad en las primeras reuniones que se celebraron.
El teatro, previsto también como medio de diversión de los Amigos durante sus Juntas, tuvo un gran auge en las sesiones de febrero de 1765 en Vergara. Veamos cómo se llevaba a cabo una función, tomando por modelo la del día 7 de ese mes.
Las obras de teatro pasaban primero a los revisores, como nos dice la Historia de la Sociedad:
«Nombráronse revisores señaladamente para las piezas de teatro que se escogieron, a fin de que, examinadas con escrupulosas diligencias, sirviesen al fin que busca la Sociedad en sus mismas diversiones, tomándose para todo las más menudas providencias, que adelantando el principal objeto de este Cuerpo en el progreso de las Ciencias y las Artes, sacase utilidades aún de los medios más indiferentes para las sanas, celosas y útiles intenciones de la Sociedad»299.


Los revisores se mostraban exigentes a la hora de examinar pues lo hacían con «escrupulosas diligencias» y tomaban «las más menudas providencias».
Los Amigos invitan a la alta sociedad de la Villa, así como a los eclesiásticos, dándose cita en esta ocasión en casa de Roque de Moyúa, Marqués de Rocaverde. Dos criados colocados en el primer descanso de la escalera permitían la entrada tan sólo a los que presentaban la esquela de convite de la Sociedad, con lo que queda de manifiesto que el teatro iba dirigido a un grupo reducido, del que no formaba parte el pueblo. La obra que se representa ese día es la Clemencia de Tito, traducida por Eguía y que hemos mencionado anteriormente.
Se toman cuantas precauciones se precisan para hacer de esta reunión un agradable motivo de encuentro entre esos asistentes privilegiados. Los Amigos Otazu y Olaso Zumalabe reciben a los invitados y los acompañan al asiento que se les ha destinado. Los Amigos que no están ocupados en la orquesta o en el teatro ocupan los primeros puestos justamente detrás de la orquesta, mientras los actores se disponen para la representación.
Cuando todo se halla preparado, la función empieza por una obertura que, al decir del autor de la Historia de la Sociedad, «embelesa» a los espectadores. Después, llega la representación propiamente dicha de la Clemencia de Tito. De intermedio se toca una sinfonía y para concluir una parte de la Serva Padrona. El conjunto agrada sumamente a los asistentes:
«El concurso no cesaba de aplaudir a voces la belleza de las piezas y el buen orden y providencia con que se habían ejecutado»300.


La puesta en práctica del reglamento teatral establecido por la Sociedad comenzaba a producir sus frutos.
Entre los trabajos presentados en esta primera Junta de los Amigos figuran varias producciones teatrales. El día 8 el Conde de Peñaflorida lee la comedia la Tertulia, destinada, como vimos anteriormente, a defender el teatro, reformando y desechando cuanto no vaya dirigido a inspirar horror al vicio y amor a la virtud. Según una tendencia netamente neoclásica, los personajes están fuertemente caracterizados:
«Con esta ocasión se descubren en esta hermosa pieza una virtud de perspectiva, que muestra su carácter desde luego que no se la elogia: una virtud sólida y sin patarata que no huye pero tampoco abusa de las diversiones, un genio nacional y a quien nada agrada sino aquello en que se crió; otro indiferente; otro apasionado; otro presumido y altanero; otro ridículo por afectado y todos en una conversación natural descubriendo feo lo vicioso y amable todo lo contrario»301.


Al día siguiente, Juan de la Mata presenta una traducción de Horace, de Corneille, con las enmiendas que apuntamos más arriba, destinadas a perfeccionar aun más la obra original.
El día 11, Ignacio Luis de Aguirre da a conocer una comedia titulada Casilda, cuyo resumen es el siguiente:
«Descubre esta pieza un hipócrita que se disfraza con las apariencias de la virtud para hacerla servir a sus intereses y adquirir y mantener un absoluto imperio en la voluntad y facultades de una señora que, deslumbrada con estas falsas apariencias se deja llevar al arbitrio de este Director. Una dama de conducta propia de su sexo y calidad da admirables lecciones y ejemplos a las de su clase y dos jóvenes distinguidos el uno por su probidad y el otro por su estupidez hacen visiblemente amable la virtud y la cultura. Se entrevé por entre los aparatos de una afectada mortificación y desasimiento de que hace estudio el hipócrita un amor al regalo, una inclinación a mandarlo todo y abarcarlo todo, señas poco equívocas de falsa virtud que al fin se verifican descubriéndose la hipocresía, la ambición y el libertinaje de este embustero con oprobio suyo y gloria de la inocente conducta de los jóvenes actores de esta pieza»302.


No creemos que sea necesario insistir demasiado para de mostrar que esta obra, que el autor de la Historia de la Sociedad denomina «comedia original», no tiene de original sino el título y tal vez la manera de presentar la acción, tratándose de una adaptación clara de Tartuffe de Molière. En la «señora deslumbrada» se reconoce a Mme. Pernelle; en la «dama de una conducta propia de su sexo» transparece Elmire, esposa de Orgón, la cual delata al hipócrita. Los dos jóvenes recuerdan a Valère y a Damis. Las referencias que se hacen a Tartuffe son demasiado claras: «hipócrita que se disfraza con las apariencias de la virtud», «afectada mortificación», «inclinación a mandarlo todo», «libertinaje de este embustero», «director». Tal vez Aguirre cambiase el título de la obra a causa de las críticas que podía suscitar el nombre de Tartuffe por parte de las autoridades eclesiásticas, como ocurrió en Francia.
La actividad teatral del Conde de Peñaflorida fue extensa, pues el día 12 ofrece bajo el título de Patelún la traducción de L'Avocat Pathelin, de Palaprat303, adaptación esta de la farsa que tanto éxito conoció en la Edad Media.
Es notable que de las siete primeras obras teatrales de la Real Sociedad Vascongada: el Mariscal en su fragua, el Borracho burlado, la Clemencia de Tito, la Tertulia, Horacio, Casilda, Patelún, tres son meras traducciones del francés (el Mariscal en su fragua, Horacio, Patelun), una es adaptación del francés (Casilda), otra procede del italiano (la Clemencia de Tito) y dos son originales (la Tertulia y el Borracho burlado). Es una manifestación del atractivo que ejercían las letras de Francia sobre los Amigos de la Real Sociedad Vascongada.
Posteriormente, hubo otras producciones dramáticas, de las que tenemos conocimiento a través de un índice establecido en 1783 de cuantos efectos constaban en aquella época en el archivo de la Sociedad. Lamentablemente, y a pesar de nuestra investigación, no hemos podido encontrar los textos originales. Enumeramos a continuación los títulos de las obras, con indicación de la signatura que tenían en dicho archivo:
Com.  Tom.  N.º      Autor Título
4         5         1         Anónimo      Entremés del Albaybar cojo y borracho.
4         5         7         Anónimo      Piezas, traducidas de Brumoy304.
4         5         8         Bernabé Antonio de Gaña          Morir por la cosa amada, Comedia.
4         5         12       Samaniego   El peludo y el embustero, Comedia.
4         5         15       Manuel de Gamarra         El Médico avariento, Ópera bufona.
4         5         19       Conde de Peñaflorida      Anita, Comedia.
4         5         27       Enrique de Ramos Guzmán el Bueno, Tragedia.
Esta lista no abarca ciertamente la totalidad de las obras compuestas por los miembros de la Real Sociedad Vascongada. Así, D. Emilio Palacios ha publicado últimamente en el Boletín de Sancho el Sabio, año 1974, páginas 535-552, la pequeña comedia El Carnaval, del Conde de Peñaflorida, de escaso valor dramático, pero que es una prueba de la actividad teatral de estos hombres. El elogio del Conde de Peñaflorida, leído el 2 de abril de 1785 por Francisco de la Mata Linares en la Sociedad Económica de Madrid, nos da a conocer que el Director de la Sociedad escribió dos actos de una comedia titulada Los Pedantes305. Esta afición del Conde no cesó hasta su muerte. En el elogio recogido en los Extractos de 1785 se nos dice textualmente cuando hace referencia de la época final de su vida:
«Por este mismo tiempo en que nuestro Conde trabajaba el bosquejo de un drama u ópera cómica intitulada La Paz y el proyecto de otros dramas inocentes para la diversión y ejercicio de los jóvenes y en particular para el uso del Seminario Patriótico, tuvo la fatal precisión de pasar a Logroño donde contrajo unas tercianas tan malignas y rebeldes que no se pudo encontrar remedio contra ellas»306.






Trayectoria del teatro en la Real Sociedad Vascongada
Ya vimos qué dificultades tuvo que afrontar el Conde de Peñaflorida cuando quiso preparar unas representaciones: la dispersión de los actores fue ciertamente un gran obstáculo a la hora de querer repetir la experiencia de 1764. Además la orientación había variado: la Sociedad dirigía sus esfuerzos hacia realizaciones más concretas en orden a mejorar la suerte del país en los campos de la agricultura, comercio, industria y enseñanza.
Asimismo, muy pronto, y pese a la manera tan ordenada con que se llevaban a cabo las representaciones, se elevó una oposición por parte de los Jesuitas, especialmente del Padre Ostiz, ante las primeras tentativas teatrales de la Sociedad. Veamos lo que escribe D. José Joaquín de Torrano, de Vergara, en carta de 4 de marzo de 1773, sobre este particular:
«Empezaron a representar óperas los mismos socios y otras personas de distinción de ambos sexos. Tuvo muchas contradicciones este proyecto, de cuya resulta hubo varios pasajes y encuentros, especialmente con los religiosos de la Compañía de Jesús, que en el confesonario y púlpito se declararon enemigos de esta invención. Sea por esta contradicción o porque el proyecto no era digno de subsistir, 1o cierto es que se desvaneció y cesaron las representaciones teatrales»307.


La carta del Conde de Peñaflorida que incluimos en el Apéndice documental n.º 2 hace referencia igualmente a este problema suscitado por «celosos» directores de conciencia.
Los Estatutos definitivamente aprobados por Cédula Real fechada en el Real Sitio de San Ildefonso el 10 de agosto de 1773 hacen total abstracción del teatro como diversión de la Sociedad para las noches de las Juntas generales:
«La Academia de Música es la única diversión que tendrán los concurrentes a Juntas generales; por cuyo motivo y siendo propio de la Sociedad promover el buen gusto en esta y en las demás nobles Artes, procurará que entre los Músicos de profesión y los aficionados se forme un concierto»308.


El teatro fue, pues, una llamarada fugaz, pero relativamente fecunda, donde se observa una preocupación por llevar a cabo una reforma del mismo. Contrariamente a la idea general de que el teatro neoclásico no logró imponerse en España sino a finales ya del siglo XVIII, vemos cómo su florecimiento en el País Vasco gira en torno al año 1765, en los momentos iniciales de la Sociedad: la razón puede estribar en que aquí no encontró un teatro establecido que había que desbancar, y todo quedó reducido dentro de un grupo restringido de intelectuales, para quienes no presentaba problema alguno esta nueva forma teatral.

Aunque el teatro decayó como obra propia de la Sociedad, sin embargo continuó vigente en uno de sus principales establecimientos: el Real Seminario Patriótico de Vergara. A imitación de la costumbre entonces existente en la mayoría de los colegios, también aquí se celebraban como diversión y ejercicio representaciones por parte de los alumnos. Quizá fueron destinadas a ellos la serie de obras cuyos títulos hemos mencionado más arriba, de acuerdo con el catálogo de 1783, y ya sabemos cómo el Conde de Peñaflorida componía en este sentido obras como la proyectada La Paz, y es curioso que los Derechos de un Padre, de Ignacio Luis de Aguirre, fueran entregados a Jovellanos precisamente en Vergara tras haber realizado la visita del Seminario309. De este modo, aprovechando hasta los momentos de diversión se quería inculcar normas morales a los jóvenes educandos, según la mentalidad de estos hombres del Siglo Ilustrado.

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