Obra literaria de la Real Sociedad
Vascongada de los Amigos del País / Luis María Areta Armenti
- IV -
El teatro
Fines del teatro en la Real Sociedad
Vascongada
Durante el Siglo de Oro el teatro representa el sentir del
pueblo español, como bien lo indica Emilio Cotarelo cuando dice:
«En España no es el teatro una manifestación literaria más o
menos copiosa e interesante, sino la síntesis y compendio de la vida de todo un
pueblo. Allí se encuentran condensadas sus creencias religiosas, sus
pensamientos filosóficos, sus ideales artísticos, sus costumbres, sus
tradiciones y leyendas, su historia y, en suma, todo lo que de característico y
genial pueda tener la raza habitadora de la Península»201.
Nuestro teatro áureo, tomado en su conjunto, tenía por
finalidad la diversión del pueblo, que buscaba apasionantes novedades. Debido a
esto, los autores dramáticos para satisfacer el gusto de estos espectadores se
abandonaban a menudo a la improvisación y utilizaban cuantos procedimientos
fáciles permitían atraer la atención del pueblo.
Durante el siglo XVIII, la mente de la clase dirigente varía
de óptica, en un intento de proporcionar la renovación de España: todo queda enfocado
bajo el prisma de la utilidad, como ya dijimos anteriormente, y se piensa que
uno de los primeros pasos necesarios para el desarrollo de España es la reforma
de la sociedad a partir de unas normas impuestas por las autoridades, en vistas
a la educación del pueblo. Para ello utilizan cuantos medios están a su
alcance, viéndose afectadas de este modo las diversiones populares,
principalmente el teatro. Jovellanos en su Memoria sobre los espectáculos y
diversiones públicas de España nos expone las ideas del hombre ilustrado sobre
el teatro:
«(El teatro), el primero y más recomendado de todos los
espectáculos; el que ofrece una diversión más general, más racional, más
provechosa, y por lo mismo el más digno de la atención y desvelos del
Gobierno... Es necesario sustituir a estos dramas (los que se representaban
entonces) otros capaces de deleitar e instruir, presentando ejemplos y
documentos que perfeccionan el espíritu y el corazón de aquella clase de
personas que frecuentará el teatro. He aquí el grande objetivo de la
legislación: perfeccionar en todas sus partes este espectáculo, formando un
teatro donde puedan verse continuos y heroicos ejemplos de reverencia al Ser
Supremo y a la religión de nuestros padres, de amor a la patria, al Soberano, y
a la constitución; de respeto a las jerarquías, a las leyes y a los
depositarios de la autoridad; de fidelidad conyugal, de amor paterno, de
ternura y obediencia filial; un teatro que representa príncipes buenos y
magnánimos, magistrados humanos e incorruptibles ciudadanos llenos de virtud y
de patriotismo, prudentes y celosos padres de familia, amigos fieles y
constantes; en una palabra, hombres heroicos y esforzados, amantes del bien
público, celosos de su libertad y sus derechos y protectores de la inocencia y
acérrimos perseguidores de la iniquidad. Un teatro, en fin, donde no sólo
aparezcan castigados con atroces escarmientos los caracteres contrarios a estas
virtudes, sino que sean también silbados y puestos en ridículo los demás vicios
y extravagancias que turban y afligen la sociedad: el orgullo y la bajeza, la
prodigalidad y la avaricia, la lisonja y la hipocresía, la supina indiferencia
religiosa y la supersticiosa credulidad, la locuacidad e indiscreción, la
ridícula afectación de nobleza, de poder, de influjo, de sabiduría, de amistad,
y en suma todas las manías todos los abusos, todos los malos hábitos en que
caen los hombres cuando salen del sendero de la virtud, del honor y de la
cortesanía por entregarse a sus pasiones y caprichos.
El teatro tal, después de entretener honesta y agradablemente
a los espectadores, iría formando también su corazón y cultivando su
espíritu»202.
Muchos son los que suspiran por obras teatrales de esta
índole203 que vayan formando a los espectadores en los diversos aspectos morales.
No se pretendía proporcionar solamente ocasiones de alegre esparcimiento, sino
modificar los gustos y las costumbres, pilares sobre los que reposaría la nueva
cultura conforme a la razón. Félix María de Samaniego recoge esta misma idea
para decir a su vez:
«De tres objetos que pueden proponerse los que gobiernan su
teatro, a saber, enseñar, cultivar y entretener, por lo común se cuida sólo del
último... No basta que el teatro instruya, es menester también que pula y que
cultive, quiero decir que dé buenas máximas de educación y conducta, que enseñe
a respetar las clases que componen un estado, que inspire a cada uno el amor a
los deberes, que haga conocer cuánto valen en el uso del mundo el decoro, la
cortesana, la afabilidad, y haga apreciar la generosidad, el candor, la
veracidad, la buena fe, el recato, el recogimiento, la aplicación al trabajo y
otras mil virtudes civiles que por lo común tienen en poco los ignorantes y
orgullosos»204.
Además de esta importancia dada al valor cultural, Samaniego
reconoce que debe pensarse también en ofrecer un entretenimiento al público,
pero siempre y cuando esto no ofenda las buenas costumbres:
«Los dramas mejores absolutamente hablando son siempre los
que más divierten; y es hacer una horrenda injuria a nuestro pueblo al asegurar
que sólo se le puede divertir con representaciones torpes, groseras o
ridículas. Por esto es menester preferir aquellos dramas en que nada hay contra
la honestidad ni las buenas costumbres, y desterrar todos los que las
destruyen, todos los que fomentan la falta de amor y respeto a los padres, la
irreverencia a la justicia y a las leyes, el orgullo, el falso pundonor, la
liviandad y el desenfreno. Estos vicios sólo deben aparecer sobre la escena
para ser silbados o corregidos»205.
Este concepto sobre el teatro así expresado por uno de los
preclaros Socios de la Real Sociedad Vascongada se identifica plenamente con la
opinión expresada por la propia Sociedad. En efecto, el tema del teatro fue
tratado desde el momento mismo de su fundación. Las primeras medidas que toma
la Sociedad apenas esbozada en las fiestas de Vergara de septiembre de 1764 van
dirigidas a organizar el teatro:
La primera providencia, después de la palabra de honor que
bajo su firma dieron los Socios fue tomar tiempo para disponer las reglas
precisas para el sólido establecimiento de obra tan grande.
A este fin cada uno se encargó de sugerir aquéllas que le
dictasen sus luces; pero todos convinieron desde luego en que el objeto de la
Sociedad serían las Ciencias, Bellas Letras y Artes, y que para promoverlas con
suceso eran necesarias anuales Asambleas para las cuales admitieron estos
principios:
1.-que era precisa una honesta diversión para el tiempo en
que se juntasen tantos caballeros en un lugar.
2.-que no se podía escoger otra más amena, ni más útil que la
del teatro.
3.-que para que correspondiese lo soberano a lo deleitable
jamás se presentaría una pieza que no fuese muy correcta, no sólo en la
sustancia de su disposición, sino en el modo de ejecutarla»206.
La Sociedad busca un entretenimiento para los caballeros que
se reúnen y elige el teatro por su carácter delicioso y sobre todo útil. Esta
doble finalidad está continuamente puesta de relieve a lo largo de la Historia
de la Sociedad.
«Escogió la Sociedad (un desahogo) que fuese a un tiempo el
más útil y el más delicado»207.
«El teatro instruye y deleita»208.
«Diversión la más grata y la más útil»209.
Pero sobresale visiblemente la consideración de orden
utilitario:
«El teatro hace horrible el vicio y hermosa la virtud, él
ridiculiza los caracteres que lo merecen, él instruye en la historia práctica y
deliciosamente y él, en fin, ocupa la atención sin fatigarla»210.
pues quieren ante todo que
«el teatro sea escuela de virtud y no del vicio»211.
El propio Director de la Sociedad presenta a la primera junta
de trabajo en febrero de 1765 una comedia titulada La Tertulia, destinada a
marcar los fines del teatro:
«...haciendo para esto (la defensa del teatro) una sabia
distinción de piezas buenas y malas: las primeras para que sirvan al fin
primitivo del teatro, que es inspirar horror al vicio y amor a la virtud»212.
Idéntico fin es el que proponen los preceptistas neoclásicos.
Luzán, al hablar de la tragedia, dice:
«Exciten (las desgracias) terror y compasión en los ánimos
del auditorio y los curen y purguen de estas y otras pasiones, sirviendo de
ejemplo y escarmiento a todos»213.
La comedia tendrá por objeto el siguiente:
«Que todo sea dirigido a utilidad y entretenimiento del
auditorio, inspirando insensiblemente amor a la virtud y aversión al vicio por
medio de lo ridículo o infeliz de éste»214.
En ambos casos la finalidad es similar, pues siempre se
tiende a dirigir la moral del hombre, aunque por medios algo distintos. La
Sociedad participa en estas miras moralizantes que se pretende dar al teatro:
incitar a la virtud y alejar del vicio. La utilidad de este entretenimiento
público como elemento formador de caracteres y costumbres fue repetidamente
objeto de comentario por parte de ciertos miembros de la Sociedad. Pedro
Valentín de Mugartegui concibe así el papel del teatro:
«El teatro solo puede corregir el gusto de una Nación,
dándole una fineza de tacto y una delicadeza de sentimientos que es casi
imposible adquirirlo sin este socorro»215.
Ignacio Luis de Aguirre Ortes de Velasco, en un discurso
sobre el teatro, pronunciado en las Juntas de Vergara de febrero de 1765,
insiste igualmente sobre la utilidad de la comedia, que define en estos
términos:
«(La comedia) es una imitación de nuestras costumbres
dirigida a ridiculizar aquéllas que no sean conformes a la razón, pero de este
modo, que sin que se desprecie la persona que las tiene se abomina el vicio que
se reprende en general, y esto con tal arte que aun el mismo que sale retratado
lo ve con complacencia y sin aquella confusión, lágrimas y disgustos que
acarrea en otros términos»216.
Y para demostrar la utilidad del teatro aporta el ejemplo de
Luis XIV, aficionado a las diversiones de la Corte, el cual, al oír los versos
de Britannicus:
«Pour toute
ambition, pour vertu singulière
Il excelle à conduire un char dans la carrière,
A disputer des prix indignes de ses mains,
A se donner lui-même en spectacle aux Romains»217.
decidió no bailar nunca más en público. Así toda persona racional
que ve representado algún vicio suyo como objeto de risa en el teatro se
apresurará en desecharlo. Ciertamente en un principio la corrección no será
sino exterior, pero posiblemente la transformación afectará también el
interior:
«No hay otra salida que el confesar que se corrige el
exterior pero queda igualmente vicioso el interior del hombre. Aun cuando nada
más se consiguiere, era un fruto digno de pretenderse con toda razón. La
sociedad mudaría de semblante, la paz dominaría en ella, viéndose libre de
tantos defectos como la infectan cada día en las acciones exteriores del
hombre. Pero no es éste solo el fruto. Aquél que conoce que no se ocultan sus
vicios a sus iguales, que los miran con horror, aunque por primer efecto no
resuelva sino esconderlos dentro de su corazón, se ve por una parte agitado del
hábito a ser vicioso y arrastrado con furor hacia sus delitos y por otra lo
contienen los límites de la razón, el aprecio que hace del juicio de los demás;
cuando lo lleva el hábito al borde del precipicio le retira la memoria de que
aún se está celebrando la burla que hicieron de sus costumbres en el
teatro...»218.
Además de esta finalidad eminentemente ilustrada que
consideraba al teatro como educador de los hombres, la Real Sociedad Vascongada
veía en él una utilidad más próxima. En efecto se pensó en las diversiones para
los días en que se juntasen todos los Amigos para las tareas propias de la
Sociedad: las mañanas y las tardes quedarían ocupadas en examinar los trabajos
presentados y en establecer lo que más conveniente pareciese para el desarrollo
del país. ¿Cómo habría de transcurrir el tiempo restante?
«En este tiempo es necesaria alguna diversión. El juego y el
baile pudieran serlo; pero uno y otro tienen conocidos inconvenientes. La noche
no permite paseos, que aun pudieran ser más perjudiciales: por estos
inconvenientes y por dar a las fatigas el necesario desahogo escogió la
Sociedad uno que fuese a un tiempo mismo el más útil y el más delicioso. Este
fue el teatro»219.
Los Estatutos de 1765 corroboraron esta idea inicial:
«Las noches se destinarán a cultivar la Música o la poesía
dramática, logrando por este medio el que ni aun en las diversiones se
distraigan los amigos del Instituto»220.
El teatro servía así para la doble función que se proponía el
hombre ilustrado: educar y entretener. Pero el entretenimiento no iba dirigido
al gran público, sino al grupo reducido de Amigos reunidos para trabajar por el
bien del país.
Visión del teatro español tradicional
El teatro tal y como se realizaba generalmente en los
corrales o en los estrados montados por las compañías ambulantes no podía en
ningún modo complacer a estos espíritus ilustrados. Numerosas son las críticas
que a través de toda la geografía española se levantan contra las piezas que
allí se representaban. Jovellanos221, Luis Mariano de Urquijo222, Leandro
Fernández de Moratín223, Bernardo de Iriarte224 y tantos otros225 intentaron
desterrar las representaciones que se llevaba a cabo en estos lugares.
En efecto, según ellos, aquellas obras de ningún modo eran
provechosas, antes bien conseguían tan solamente corromper la mayor inocencia.
Los títulos mismos indican la vanidad de los temas226: se prometían héroes y
sucesos de magnitud excepcional e inédita a un espectador ya acostumbrado a las
mayores audacias y a los lances más inverosímiles. La narración solía ser
enredada a más no poder ser: la pasión se exponía con el mayor descoco mientras
el estudio de la sicología de los personajes no interesaba para nada, o de
manera muy superficial, ni al autor ni a los espectadores.
La Real Sociedad Vascongada de los Amigos del País tomó
también parte activa en la crítica del teatro tradicional, principalmente en la
persona de Félix María de Samaniego, el cual en un discurso publicado en el
Censor, en enero de 1786, comienzo del tomo V, bajo el seudónimo de Cosme
Damián, pasa en revista todos los aspectos del teatro, de una manera
sistemática. Tras indicar cuál debe ser el fin del teatro, al que hemos hecho
referencia más arriba, trata de los principales géneros dramáticos populares
que se representaban en nuestro país. Las comedias merecen su reprobación
total, dirigiéndose al editor de la publicación dice:
«Sobre todo levante vmd. el grito contra cierta especie de
comediones que se van haciendo de moda, escritas contra la voluntad del dios
del Pindo y representados contra el dictamen de los doctores del buen gusto:
dramas sin invención, sin interés, sin poesía, sin lenguaje, en una palabra,
sin pies ni cabeza, donde todo es trivial y chabacano, todo común y cien mil
veces repetido, donde siempre hay un Príncipe criado entre las cabras, un Rey
tonto, un traidor en privanza, amantes que se esconden, que se pierden, que se
cambian y no se conocen en la voz cuando están a oscuras, cartas olvidadas,
retratos perdidos, oráculos casuales, venenos que no infeccionan, cuchilladas
que no matan, azares, agüeros, desafíos y diabluras hasta dejárselo de
sobra»227.
Samaniego se dirige también contra las follas, que consistían
en una mezcla de tragedia, comedia y zarzuela donde alternaban la declamación,
el baile y la música. Las acciones y escenas se sucedían sin unidad ni orden,
por lo que Samaniego exclama que hay que desterrarlas de modo que nunca más
vuelvan a nuestra escena.
Los sainetes tampoco reciben el aprecio de Samaniego, porque
no presentan sino confusión y desorden: en ellos los majos, los truhanes, los
tunos exponen con descaro e insolencia su carácter vicioso. Critica la
tipificación que se hace de los diversos estamentos de la clase social: el
médico siempre está representado como ignorante e interesado, el abogado
siempre hace el papel de prevaricador, el escribano aparece como falsario, el
alguacil como ladrón. Estas profesiones honradas quedan de este modo desprestigiadas
y en nada contribuye esta representación a la mayor cultura del pueblo. Los
vicios que se exponen no causan ningún deseo de evitarlos, antes bien
«sus costumbres se aplauden, sus vicios se canonizan o se
disculpan y sus insultos se celebran y se encaraman a las nubes...
¿Qué idea no tomará de aquí (los sainetes) un pueblo que sólo
pudiera recibir en la escena principios de urbanidad y policía?»228.
Las tonadillas o pequeñas composiciones que se cantaban y
bailaban durante los sainetes y más especialmente al final de los mismos
satirizaban ciertos defectos de la sociedad. Una extensa gama de personas
aparecían en ellas: vendedoras, abates, militares, alcahuetas, majos... Pero la
crítica se hacía de una manera muy trivial:
«Pero ¡qué suaves y templados son sus sátiras! Allí verán Vm.
tratadas a las usías de locas, a los mayorazgos de burros, a los abates de
alcahuetes, a las mujeres de zorras y a los maridos de cabrones... A esta buena
doctrina son ciertamente correspondientes el lenguaje y la poesía»229.
Este género de ningún modo podía hallar acogida en la afición
de Samaniego. Este menospreciaba así el teatro popular en sus diferentes
facetas. Nada del mismo le parecía estimable por no cumplir con la función
educadora que él proponía al teatro. Las únicas representaciones dignas de su
atención eran las zarzuelas, pero, incluso, solicita una pequeña limpieza de
los personajes bajos que afean la escena:
«Pero, por Dios, señor Censor, que no me quite Vm. de
nuestras tablas las zarzuelas, porque les soy furiosamente apasionado. Este
drama, acaso el único que se pudiese hacer presenciar en nuestro teatro, es el
único en que se reúnen tan bien la poesía y la música, el chiste cómico y las
gracias líricas; merecía ciertamente ser cultivado de nuestros mejores
ingenios. Basta que Vm. me destierre de ellos los criados rateros, los abates
tontos o enamorados, los pillos, los truhanes, los mendigos y otros semejantes
espantajos, cuya intervención no puede dejar de afear y deslucir la escena»230.
Las zarzuelas tenían por finalidad la distracción de un
núcleo más selecto y no del pueblo en general231.
Posteriormente Samaniego recorre la materialidad del teatro,
y no ve sino cosas que criticar. En primer lugar indica que la música carece
totalmente de correspondencia en relación con los sentimientos que se desean
expresar: el corazón no está en consonancia con los labios; además carece de
armonía, melodía y expresión. La mayoría de las veces, los músicos se contentan
con recoger trozos en diversos autores -Gluck, Haydn, Piccini y tantos otros-,
y con todo ello pretenden hacer una obra conjunta.
La decoración era de lo más anticuada, con unos lienzos
siempre iguales en mal estado de conservación:
«Por fortuna duran todavía en nuestro teatro aquellos
admirables lienzos que salieron de la mano de Velázquez y Villanueva y que
hacen la delicia de los hombres de gusto, a pesar del descuido con que se han
tratado y del necio empeño de sustituirles otros de inferior mérito en lugar de
renovarlos»232.
Junto a estos se cuelgan otros que carecen totalmente de
perspectiva arquitectónica, de escultura, de simetría y de colorido: son
verdaderos monstruos dignos de los siglos más bárbaros.
La escena barroca gustaba de una gran tramoya que permitiera
representar cambios rápidos de escenas, vuelos, zambullidas y transformaciones
de toda clase que complacían a los espectadores. Por esto llegó a ocupar la
atención principal de los hombres de teatro, y lo esencial pasó a ser la
seguridad de la operación, mientras se despreocupaban de la verosimilitud de la
acción. Así nos dice Samaniego con tono irónico:
«Así, si tiene que volar un burro, verá Vm. un cuarto de hora
antes la enorme maroma en que ha de ser enganchado, y otro tanto tiempo está
abierto el boquerón que ha de vomitar a algún encantador o algún diablo. El
crujir de las cuerdas, el golpeo de los contrapesos, el ruido de las ruedas y
poleas y toda la faena de los diestros maquinistas se perciben por lo menos
desde las cuatro calles»233.
Poco importa a esta gente la verosimilitud de los elementos
decorativos o de adorno: utilizan los objetos de la época como pertenecientes
asimismo a otros tiempos con el riesgo de caer en los mayores anacronismos, sin
preocuparse de crear la ilusión de un ambiente concreto mediante unas
costumbres y una vestimenta propias. Así, a Alejandro el Magno se le presenta
un tintero peltre o de cuerno, y el conquistador de México se sienta en una
silla de paja. La vestimenta presenta rasgos inverosímiles: una dama aunque
haga la función de fregona va perfectamente vestida, mientras una persona
humilde está siempre representada bajo los peores andrajos, y sucia al extremo.
Samaniego comenta con tono sarcástico los anacronismos que se podían ver en la
escena:
«Ríase Vm. de la propiedad de eso del ornato. El mundo cree
que los hombres han sido siempre los mismos, y no hay cosa más fácil que
persuadirle que siempre se han vestido del mismo modo... Así que no importa que
un Teatino de Jerusalén se vista de Militar o de Golilla, que la viuda de
Héctor lleve ahuecador o guarda-infante, ni que el Conquistador de la India se
presente con sombrero de tres picos y tacones colorados. Lo que importa es que
nuestros paisanos se vistan precisamente a la española antigua y que desde D.
Pelayo hasta los Reyes Católicos lleven todos el traje borgoñón, conocido desde
Felipe el Hermoso, y que por lo menos se usó generalmente en España desde
Felipe II hasta Felipe IV»234.
Samaniego condena más adelante la manera de declamar de cada
actor. Cada uno desea que se le oiga bien, por lo que, en vez de acordar su voz
a la de los demás actores, se esfuerzan todos en gritar:
«Nada importa que entre los crónicos (¿cómicos?) griten,
brameen o ahullen, con tal que tengan buenos pulmones: lo que sí importa es que
no se les pierda una sílaba ni en el último asiento de la tertulia. También
podrán levantar extraordinariamente el grito, o para que los chisperos se
preparen al aplauso convenido de antemano, o para que teniendo que hablar cinco
o seis personas a la vez no puedan ser entendidas si no se desgañita cada una
por su lado»235.
Ningún acento emotivo ponen estos actores al recitar su
papel; carecen igualmente del sentido de la manera adecuada de exponer un
acontecimiento o de describir la naturaleza:
«Entre tanto se va acabando entre nosotros aquel maravilloso
arte de pintar la naturaleza en el aire con las puntas de los dedos, en que
fueron tan excelentes nuestros viejos comediantes. Veríalos Vm. retratar al
vivo el sol y la luna, los mares y los montes, los ríos y las parleras
fuentecillas, las fieras luchas de los animales, los desafíos, las batallas y
hasta los más íntimos sentimientos del corazón humano»236.
Los gestos han de estar en consonancia con los sentimientos
del momento: el actor ha de saber llorar y reír en los momentos oportunos, pero
tendrá normalmente el semblante tranquilo. Los gestos no serán desorbitados:
«Si el paso pide lágrimas, a bien que cumplirá con sacar el
pañuelo y acercárselo un tanto cuanto a los ojos, y si pide furias y enojos,
bastará que levante un poco el grito y mueva aceleradamente el abanico»237.
Samaniego critica con vehemencia la falta de decencia que se
observa en los teatros. En efecto, al tratarse de una asamblea de ciudadanos
donde se reúnen todas las clases, estados y profesiones sociales, todos están
en derecho de exigir el mayor respeto. Pero el espectáculo que se solía
producir era desolador para una persona moralmente sana:
«Menos tolerables serán todavía los que se oponen a la
decencia, los mensos y columpios de las majotas, las cabriolas y volteretas de
las muchachas, el retintín con que se dicen ciertas expresiones alegres, la
afectación con que se procura volver al peor sentido las sentencias equívocas
y, en una palabra, todos aquellos artificios con que alguna vez se trata de
captar la gracia de la parte más grosera y corrompida del auditorio, con
disgusto y rubor de las personas honestas y bien morigeradas»238.
El teatro se halla en esa situación tan pobre por culpa
igualmente de los espectadores que carecen totalmente de las obligaciones
cívicas más elementales: no tienen reparo en silbar y aplaudir cuando se lo
dicta su interés y capricho, interrumpiendo así la representación. Otros gritan
y alborotan sin motivo, o son incapaces de perdonar ciertos descuidos y reconocer
los aciertos: aplauden lo malo y no saben distinguir las cualidades de la obra.
Samaniego nos presenta el ambiente usual de los teatros:
«Cargue la mano contra los que van al teatro a ofrecerse en
espectáculo y a atraer hacia sí la vista y la murmuración de los concurrentes;
contra los que todo lo acechan, todo lo reparan, se levantan, se sientan, a
todos incomodan, se echan de bruces, vuelven las espaldas, entran y salen,
hablan, silban, tararean y, en una palabra, contra los que ni respetan al público
ni quieren que el público les tenga por atentos y bien criados»239.
Esta situación, expuesta por Félix María de Samaniego y
corroborada por otros críticos240 de la época, no podía de ningún modo
complacer a esos espíritus ilustrados para quienes el teatro tenía los fines
didácticos que anteriormente hemos expuesto. Por ello varias voces se elevan en
el seno de la Real Sociedad Vascongada desde sus orígenes para condenar este
tipo de representación, pues no estaban dispuestos a tolerar ni comprender el
valor estético de cuanto se saliera fuera de los contornos de su refinamiento.
Ignacio Luis de Aguirre proclama que este tipo de representaciones «merecen ser
proscritas»241, al igual que el Conde de Peña florida, que en su comedia la
Tertulia, al hablar de las malas obras teatrales recomienda «desterrarlas y
abolirlas del mundo»242.
Samaniego se opone a todo tipo de teatro que no sea imitación
de la naturaleza. Por este mismo motivo, cuando entra en España un nuevo género
tomado del Pygmalión de Rousseau, Samaniego no puede contener su desagrado ante
tales soliloquios243. La aparición de Guzmán el Bueno de Tomás de Iriarte le
hace estallar:
«El maldito ejemplo de Pygmalión, perdóneme su mérito, nos va
a inundar la escena de una nueva casta de locos. La pereza de nuestros ingenios
encontrará un recurso cómodo para lucirlo en el teatro, sin el trabajo de
pelear con las dificultades que ofrece el diálogo. Cualquier poetastro elegirá
un hecho histórico, o un pasaje fabuloso, o inventará un argumento: extenderá
su razonamiento, lo sembrará de contrastes, declamaciones, apóstrofes y sentencias,
hará hablar a su héroe una o dos horas con el cielo o con la tierra, con las
paredes o con los muebles de su cuarto; procurará hacernos soportable tal
delirio con la distracción del allegro, adagio, largo, presto, con sordinas o
sin ellas; y se saldrá nuestro hombre con ser autor de un soliloquio, monólogo
o escena trágico-cómico-lírica unipersonal...
No hay cosa más contraria al arte y a la naturaleza que los
tales monólogos...»244.
Samaniego se opone así a todo lo que se aparte del teatro
clásico, donde todo está subordinado a la razón; no concibe aquellos
sentimientos personales expuestos ante el público. Su formación racionalista le
impide vislumbrar unos valores teatrales ya románticos que tanto éxito
conocerán en el siglo XIX con el drama musical, cuyas máximas realizaciones
fueron el Egmont de Beethoven y el Manfred de Schumann.
La crítica no se detenía solamente en juzgar el teatro de la
época, sino que buscaba el origen de esa situación: por ello alcanzó el teatro
áureo. Los dramaturgos de nuestro Siglo de Oro habían rechazado la sujeción a
unas normas concretas245. Samaniego imagina por un momento a los autores
españoles frente a la razón, en un juicio:
«Sábese por noticias últimamente recibidas de los Campos
Eliseos que al esparcirse en ellos el rumor de que iba a publicarse, en España
el teatro vindicado, los Lopes, Calderones, Moretos, Solises, Cañízares, etc...
más celosos de su propia gloria que del honor de la nación, se asustaron y
acongojaron con mortales ansias, temiendo era llegado el terrible día en que el
clamor de sus rivales y la justicia de la patria iban a llamarlos a que
compareciesen ante el tribunal de la razón, para responder del cargo de haber
adoptado, promovido, acreditado y hecho casi invencible la forma viciosa de nuestro
teatro...»246.
La acusación es varia: no se contentaron con realizar un mal
teatro, sino que esos genios fueron precisamente los que lo promovieron de tal
forma que los sucesores se apoyaron en ellos para seguir el mismo camino.
Valentín de Foronda, en la Carta escrita al Censor sobre el
Seminario de Vergara, sin mencionar nombres, nos habla de cómo los alumnos,
sobre los conocimientos adquiridos en las autoridades clásicas, quedan
impulsados a
«dictar leyes a los cómicos españoles, y manifestarles los
derrumbaderos en que los ha precipitado su fogosa imaginación, por no haberse
sujetado a las reglas que les prescribía el buen gusto»247.
Critica, pues, a nuestros cómicos por no haber sabido
doblegar la imaginación fogosa a las reglas dramáticas. Esta crítica de teatro
áureo no entrañaba sin embargo una negación total de valores. Samaniego
reconoce así mayor gracia en nuestra escena que, incluso, en la de los Griegos
y Franceses:
«¿Qué literato no conocerá que nada hay comparable en el
teatro francés ni aun el griego a la viveza del colorido y la expresión de la
verdad con que se hallan retratados en nuestras comedias de figurón algunos de
los diferentes caracteres ridículos y extravagantes de los hombres»248.
José Ignacio de Aguirre alaba también las comedias de figurón
y afirma que se pueden representar en los teatros más correctos, pues ¿no han
servido de base para el teatro de los propios Franceses?:
«...pero la lástima es que alabando un Corneille249 la sagaz
elección de los caracteres y la inimitable fuerza de la fantasía de nuestro
Lope de Vega, hasta envidiarle alguna de sus producciones, sólo nosotros
ignoramos lo que tenemos de escogido entre las obras nacionales»250.
Los miembros de la Sociedad confían aún en un posible
resurgir del teatro. José Ignacio de Aguirre se muestra claramente optimista:
«Sólo queda el consuelo de que nos van a suceder unos tiempos
en que se admirará a España de que en los pasados haya tenido tan bajo concepto
del Arte de Sófocles, las obras de otros grandes hombres y la más bella
producción del espíritu humano»251.
Pero para ello era preciso modificar sustancialmente el
teatro tal y como se llevaba a cabo en España. Muchos hubieran hecho suya la
frase de Jovellanos:
«Un teatro tal es una peste pública, y el Gobierno no tiene
más alternativa que reformarle o prescribirle para siempre»252.
con lo que coincide Samaniego, cuando exclama:
«Pero, señor Censor, nuestro teatro... es preciso reformarle
o destruirle»253.
La voz de reforma acude con suma frecuencia a la pluma de los
hombres que discutieron sobre el teatro durante el siglo XVIII. Su intención
era, según la etimología de la palabra (Diccionario de la Real Academia
Española, 19.ª edición, Madrid, 1970) «volver a formar, rehacer». Debían partir
de nuevas bases para hacer realidad este deseo.
Desde sus comienzos, la Real Sociedad Vascongada se presenta
como una institución que se propone, además de otras miras, la renovación del
teatro, según el cuarto de los principios fijados en Vergara en septiembre de
1764:
«4.-Que por tanto debía ser uno de los objetos de la Sociedad
corregir el teatro de modo que fuese escuela de virtud y no de vicio»254.
José Joaquín de Torrano escribe en una carta fechada en
Vergara el 19 de febrero de 1773:
«El objeto que se propusieron en la formación de este Cuerpo
(habla de la Real Sociedad Vascongada) fue la reforma del teatro, y con este
fin empezaron a representar óperas los mismos socios...»255.
Otros veían con escepticismo esta Sociedad, porque pensaban
que no tenía por fin sino cuestiones propiamente teatrales, como el autor
anónimo de la Apología de una nueva Sociedad... cuando dice con tono irónico:
«...¿quién me quitara a mí después de un par de cursos en
esta Sociedad el componer... una pieza dramática (cuidado con estos términos
para ser sabio) a cada cual de los confesores, y una tragedia a cada uno de
tantos mártires, empezando (como es razón) por los Innumerables de Zaragoza?
¿Será moco de pavo, esto?»256.
Esta perspectiva de la Sociedad que ha sido prácticamente
desconocida hasta la fecha, tuvo gran importancia en los primeros trabajos de
los miembros.
Defensa del teatro
La indecencia e inmoralidad a que daban lugar las diferentes
compañías teatrales que recorrían el país o representaban en los corrales,
había despertado una repulsa general por parte de las autoridades,
principalmente eclesiásticas. Numerosas son las condenas que se elevan a
mediados del siglo XVIII257. Ante la solicitud presentada por el Arzobispo de
Burgos y el Obispo de Calahorra con vistas a suprimir el teatro en sus
diócesis, el Obispo Gobernador del Consejo firmó con fecha 1 de diciembre de
1751 un decreto en los términos siguientes:
«Deseoso de promover el celo y ejemplar actividad con que los
Prelados de Burgos y Calahorra trabajan en establecer y arraigar las más puras
y cristianas costumbres en los pueblos de sus respectivas diócesis, he resuelto
prohibir y prohíbo la representación de comedias en el Arzobispado de Burgos y
Obispado de Calahorra, ya sea por farsantes en los teatros o por éstos y otros
particulares en cualesquiera lugares públicos. Tendráse entendido en el Consejo
para su cumplimiento»258.
Esta orden debió de ser transmitida a su vez a cuantos
párrocos dependían de la autoridad de estos Prelados, luego a la mayor parte de
las provincias vascongadas259.
Ante esta oposición manifiesta, la Real Sociedad Vascongada
en su deseo de ver establecido el teatro reformado, tiene por primera
preocupación el demostrar que esta diversión no es mala en sí, sino en ciertas
circunstancias.
El discurso de Ignacio Luis de Aguirre, al que hemos hecho ya
referencia en varias ocasiones, tiene por finalidad:
«desterrar la preocupación en que se vive contra el teatro y
la ignorancia que se padece de las utilidades que acarrea, cuando es
correcto»260.
Sigue diciendo que algunos creen que no puede haber virtud
verdadera donde haya risa, placer, alegría, pues estiman que esto no puede
proceder sino del desenfreno y de la licencia de costumbres; pero éstos
desconocen hasta las más elementales normas de dramaturgia y cuantas obras se
han hecho con buen gusto. Otros aun sin haber visto jamás una representación
por ser incompatible con su profesión (se refiere a los eclesiásticos) no
permiten que los que dependen de su dirección asistan a tales entretenimientos.
Otros, debido a su carácter melancólico, rechazan todos los objetos que puedan
proporcionarles cierto placer. Todos éstos se unen para lanzar los más fuertes
improperios contra los defensores del teatro:
«Todos juntos, empeñados en impugnar el teatro, tratan a
quien le defiende de impío, de ateísta, de hereje, de hombre que no cree a los
Santos Padres, cuando aseguran que la comedia no se puede ver sin pecado, o es,
las más veces, ocasión de él»261.
Así concebido el teatro, parecía más bien ser una invención
del demonio, donde no podían asistir sino los desalmados.
Tras liberarse de cuantas opiniones pudo haber oído, el
orador trae en apoyo de la inocencia del teatro autoridades cuya moralidad no
puede ponerse en duda.
León X hizo revivir en Roma la tragedia y la comedia,
quitándoles la fama de espectáculo escandaloso262. El Cardenal Richelieu263,
fiel defensor del catolicismo frente a la coalición protestante, preparó una
gran sala en el propio palacio real, donde se representaban obras teatrales.
Durante el reinado de Luis XIV, los propios obispos tenían un lugar reservado
en la Comedia y el Cardenal Fleury confirmó esta costumbre. Luis XIV sentía
gran aprecio para con Molière, a pesar de su profesión de cómico, y los
ingleses quieren inmortalizar a los grandes actores sepultándolos en
Westminster junto con los Reyes y con los grandes genios. No se puede condenar,
pues, el teatro sin que el desprecio alcance asimismo a estos hombres que tanto
lo defendieron.
Personas reconocidas por la propia Iglesia por su santidad
han manifestado una mayor apertura de espíritu hacia el teatro. Afirma el autor
del discurso que Santo Tomás de Aquino, a pesar de no haber visto ninguna buena
comedia, comprendió que bajo ciertas condiciones se puede obtener utilidad del
teatro, y San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, examinaba personalmente las
obras que se habían de representar, autorizándolas bajo su firma.
El autor de la Historia de la Real Sociedad aporta también
como autoridad a San Francisco de Sales, el cual reconoce que las distracciones
son indiferentes en sí, dependiendo todo del buen o mal uso que se haga de
ellas264. No hay motivos suficientes para condenar directamente el teatro como
elemento de perversión, pues estos santos nunca lo hicieron.
El mismo Conde de Peñaflorida, en su comedia Tertulia, quiere
«inspirar a la nación el justo aprecio de las piezas
trágicas, desterrando la nimia preocupación que se tiene en favor de las
comedias por los apasionados a ellas, y el injusto horror con que las miran los
Enemigos del teatro»265.
Haciéndose eco de la querella suscitada en Francia por
Rousseau en su Lettre à d'Alembert sur les spectacles266 en la que condenaba el
teatro, pero considerando su conveniencia en las grandes ciudades, Félix María
de Samaniego afirma que aun cuando el teatro reformado fuera un mal había que
aceptarlo como un mal menor:
«...si un buen teatro es un mal, diría yo que debía tolerarse
como un mal necesario; como un remedio saludable para evitar otros mayores
males. Aquel gran filósofo ginebrino, tan declarado enemigo de la escena, solía
decir que los teatros eran indispensables en las ciudades populosas y es
menester no conocer a los hombres o interesarse poco en su tranquilidad para
pensar de otro modo»267.
Búsqueda de nuevos valores teatrales
En el momento de querer buscar una nueva vía de reforma
teatral, los miembros de la Real Sociedad Vascongada dirigen su mirada hacia la
Antigüedad y cuantos en la época moderna han seguido los pasos de aquellos
Griegos y Latinos. Ya vimos anteriormente cómo el Conde de Peñaflorida alaba a
Molière, Lope de Rueda y Goldoni por imitar a los antiguos. Existe, pues, una
doble vertiente en las fuentes donde los Amigos se impregnan del arte
dramático: Aristófanes, Plauto, Terencio, Eurípides, Sófocles, a través de sus
obras, Horacio y Aristóteles, con sus instrucciones poéticas, así como los
autores modernos que tomaron a aquellos por modelo, sirven de guía a los Amigos
en su producción teatral.
Francia había conseguido en el siglo anterior, bajo el
reinado de Luis XIV, el apogeo literario: el teatro alcanzó un puesto relevante
con genios como Corneille, Racine y Molière. Pronto se pensó que el éxito
obtenido se debía fundamentalmente a la aplicación de las reglas clásicas, y
todo el empeño de muchos hombres fue difundirlas y cumplirlas fielmente en
busca de posibles éxitos, olvidando que hace falta además un gran ingenio que
sepa utilizarlas debidamente. Tal era la orientación que recibieron cuantos
Amigos de la Sociedad se educaron allende los Pirineos.
Francia, que entonces atraía la atención de los ilustrados en
los diversos campos del conocimiento humano (económico, político, religioso,
científico), servía igualmente de punto de mira para aquellos que deseaban
buscar las normas reformadoras del teatro. Samaniego exclama con tono de
admiración:
«No hablemos de los Franceses; debemos mirar su teatro como
mansión del dios de la poesía dramática»268.
Esta frase expresa claramente la veneración que sentían por
las obras teatrales de nuestro país vecino. Ese es el teatro que se proponen
por modelo: las normas teatrales se aplicarán con rigor:
«Y ¿de quién nos hemos de gobernar: de estos modelos grandes
o de lo que nos dicen unos críticos a la cabriolé, que con cuatro especies mal
digeridas de las Memorias de Trevoux o el Journal extranjero, peinaditas en
ailes de pigeon y empolvadas con polvos finos a la lavande, o a la sans
pareille, quieren parecer personas en la república de las Letras? Este rigor es
bueno para observado en lo dramático»269.
Los Amigos de la Sociedad no nos han dejado un estudio
sistemático sobre las normas a seguir en la composición de las obras teatrales,
pero fijándonos en sus realizaciones podemos recopilar sus ideas al respeto.
En un principio establecen una distinción clara entre
tragedia y comedia. El Conde de Peñaflorida reserva la tragedia para «hechos
grandes y proponernos modelos heroicos»270. En ella todo debe estar dirigido a
crear una atmósfera de majestuosidad: pensamientos, expresión y estilo. Esta
idea coincide con lo que expresa Luzán en su Poética sobre la tragedia:
«(La tragedia) es una representación dramática de una gran
mudanza de fortuna, acaecida a Reyes, Príncipes y Personajes de gran calidad y
dignidad, cuyas caídas, muertes, desgracias y peligros exciten terror y
compasión en los ánimos del auditorio y los curen y purguen de estas y otras
pasiones, sirviendo de ejemplo y escarmiento a todos»271.
Y en otro lugar dice:
«Los pensamientos y las expresiones de un Príncipe o de un
Consejero de Estado es razón que sean más elegantes y más sentenciosas que las
de un hombre vulgar... Por eso como la tragedia no admite sino personas
ilustres y grandes como Reyes, Príncipes, Héroes, etc..., su estilo ha de ser
alto, grave y sentencioso»272.
La comedia tiene por su parte la misión de «ridiculizar los
defectos humanos»273, y debe ser una imitación de nuestras costumbres. Todo
debe ir dirigido a este fin: en ella se autorizarán, pues, el chiste, la burla
y el ridículo. Luzán también había definido la comedia en estos términos:
«(Es la) representación dramática de un hecho particular y de
un enredo de poca importancia para el público, el cual hecho o enredo se finja
haber sucedido entre personas particulares y plebeyas con fin alegre y
regocijado; y que todo sea dirigido a utilidad y entretenimiento del auditorio
inspirando insensiblemente amor a la virtud y aversión al vicio por medio de lo
amable y feliz de aquélla y de lo ridículo o infeliz de este»274.
Oponiéndose a la tendencia general275 de buscar los temas
trágicos en la Mitología o en la Antigüedad (se pensaba dar mayor realce de
este modo), Félix María de Samaniego propone, al contrario, que se tomen todos
los argumentos de nuestra historia nacional e incluso de nuestra vida
cotidiana, pues de este modo se comprenderá mejor el significado de la moral:
«No hay que pasar en blanco (dentro de la crítica del teatro
que va haciendo) las comedias y las tragedias en que se representan acciones
tomadas de la Mitología, o bien de la historia griega, romana, etc... ¿Qué
tienen que ver con nosotros la religión, la moral, las leyes ni las costumbres
de estos pueblos? Sus virtudes no nos servirán de provecho y sus vicios nos
corromperán tan lindamente... ¿Cuánto mejor sería buscar las acciones de
nuestra escena dentro de casa y celebrar según el precepto de Horacio las
glorias domésticas? Por ventura ¿es tan estéril nuestra historia que no puede
ofrecer modelos con que excitar al ejercicio de las virtudes?»276.
Samaniego con esta idea expresada en 1786 se incluye así
dentro de la tradición española que pedía una tragedia de tema nacional. Ya a
finales del siglo XVI, cuando surge toda una polémica sobre la posibilidad o la
imposibilidad de tragedia popular, una de las cuestiones que más preocupan es
precisamente la utilización del tema nacional y con qué forma. Cervantes, con
la Numancia, intenta una tragedia de corte clásico, con importantes variantes,
que se acerque al gusto del público; pero otros autores acaban encontrando una
fórmula más amplia, que acabará desembocando en la comedia nueva.
En el siglo XVIII se vuelve a insistir en la necesidad de
desechar el tema mitológico o de historia bíblica o clásica, típico de la
tragedia clásica francesa e italiana, para acercarse al tema histórico
nacional. De ahí que Jovellanos escribiera su Pelayo y Nicolás Fernández de
Moratín su Hormesinda y su Guzmán el Bueno. El espectador se ha de sentir más
conmovido por la representación de un acontecimiento de nuestra historia que no
por la frialdad de la mitología.
Como consecuencia de esta separación clara entre tragedia y
comedia, se condena la persona del gracioso, personaje imprescindible en todas
las obras del teatro anterior. El Conde de Peñaflorida lo suprime de la escena
por el disgusto que siente el alma cuando se le presenta una bufonada en el
momento preciso en que el argumento había llegado a emocionarla277. Ignacio
Luis de Aguirre critica a su vez «las bufonadas de un gracioso introducido
contra las reglas de la Poesía dramática en lo más serio de la acción»278.
De acuerdo con las normas clasicistas, los Amigos se
preocupan por atenerse a las reglas concretas de las tres unidades: de acción,
de lugar y de tiempo que Boileau resumió con acierto en estos dos versos:
Qu'en un jour, qu'en un lieu, un seul fait accompli
Tienne jusqu'à la fin le théâtre rempli»279.
Esta es la inquietud del Conde de Peñaflorida cuando compone
el Borracho burlado: ante los posibles ataques de críticos escrupulosos sale
defendiéndose en la Advertencia al lector:
«Y en fin, acaso no faltará quien la critique (la obra) de
que no se observa en ella el rígido precepto de las tres unidades... que en las
tres unidades es a mi parecer donde tiene menos irregularidad: pues aunque es
cierto que se puede decir se juntan varias acciones, la principal es la de dar
un chasco a Chantón Garrote, haciéndole creer que se ha vuelto un gran señor,
poniéndole luego en el apuro de verse despojado de su grandeza y amenazado a
una horca, y por fin hacerle una burla que llena de confusión, y siendo todas
las acciones dirigidas a este fin, puede asegurarse que la acción es una y no
más; en las unidades de tiempo y lugar hay todavía menos que tachar, pues si
bien es verdad que desde la tienda del zapatero pasa la escena a los dos
cuartos del Marqués, suponiéndose que el zapatero vivía en los cuartos bajos de
este caballero, no se debe reputar por mutación del lugar».
Vemos cómo el Conde de Peñaflorida en una simple zarzuela
(tal es el género de El Borracho burlado) está preocupado de no incumplir las
tres unidades: para explicar el cambio de lugar que se observa en la obra debe
recurrir al subterfugio de que el zapatero vivía en los cuartos bajos de la
casa del Marqués, ya que de este modo la unidad de lugar se halla respetada.
Tales eran también las soluciones que se daban en muchas obras francesas,
creyendo que la perfección consistía en el riguroso cumplimiento de las normas,
cayendo muchas veces en una casuística infantil e inútil.
Félix María de Samaniego ve también el ideal del dramaturgo
en la sumisión a las reglas:
«Debe el hombre dejarse guiar antes que precipitarse... el
principio que se ha querido dar a cada clase de composición dramática está
fundado en la continuada y profunda observación de la naturaleza y del
verdadero origen de los sentimientos o afectos humanos, considerados con
respeto a la situación en que se intenta colocar al hombre; que estas leyes son
eternas, universales, propias de todos los tiempos y países, de que ninguno
tiene, a lo menos hasta ahora, privilegio de dispensarse; y finalmente, el
plan, el interés y la invención de cualquiera de estas composiciones deben
sujetarse a los principios invariables ya señalados, quedando sólo al autor la
libertad en la distribución de los adornos de cada parte, según las circunstancias
particulares del objeto que se propone y del carácter de aquellos a quienes se
dirige»280.
Este ideal se nos presenta como excesivamente restringido, ya
que el autor, amparado con fuertes diques que le mantienen dentro de una línea
formalmente intachable, carece de toda libertad de acción. ¿Puede consistir el
valor de una obra en esta formalidad que reduce tanto la inspiración personal?
Creemos personalmente que es arrinconar demasiado la parte propia de la
creatividad del hombre. Sin embargo, los miembros de la Real Sociedad
Vascongada, imbuidos de conceptos neoclásicos, creían al menos que ahí tenían
que dirigir sus esfuerzos en un intento de contrabalancear la dispersión que se
observaba en el teatro anterior281.
En cuanto a la forma que han de dar a la redacción no se
observa una norma bien definida sobre si ha de ser en verso o en prosa,
recurriendo a la manera de proceder de los Franceses, cuyas corrientes
literarias muestran conocer con acierto los miembros de la Sociedad. Cuando el
9 de febrero de 1765 Juan de la Mata Linares presenta la traducción al
castellano de la tragedia francesa Horace, de Corneille, hace referencia a la
famosa disputa entre los Antiguos y los Modernos282. En efecto, el autor de la
Historia de la Sociedad, comentando esta traducción, nos dice:
«Bien tuvo presente el traductor que muchos con Mr. de la
Motte prefieren la prosa como más propia para piezas de teatro trágicas y
cómicas y que a su ejemplo nuestros antiguos trágicos pusieron en prosa la
Venganza de Agamenón y Hécuba triste: sin embargo prefirió el metro para añadir
a su Horacio la fuerza y el hechizo del verso que, poseyendo al Alma, la
penetran mejor altos sublimes pensamientos que la dirigen a amar la verdad y
aborrecer el vicio. Siguió en esta elección a Mr. Voltaire, que satisfizo a la
Motte en este particular: sabía también que así Griegos como Romanos no se
ataban al ritmo, contentándose con que la melodía de cada verso llenase las
gracias que apetecían»283.
Antoine Houdar de la Motte, en su Discours sur la tragédie
atacó de frente el sistema de las tres unidades, al que califica de regla
pueril y opuesto a la verosimilitud. La unidad de acción quedaba sustituida por
la de interés y eliminaba el uso de los confidentes, tan frecuente en el teatro
francés. Recomendaba la utilización de la prosa para la tragedia y hasta para
la oda. Voltaire, al contrario, se mostró como un admirador entusiasta de
Racine: conservó escrupulosamente las formas transmitidas por el siglo XVII y
se opuso con energía a las innovaciones propuestas por de la Motte. Juan de la
Mata Linares, consciente de estos dos conceptos opuestos sobre la dramaturgia,
pretende observar una postura intermedia, al escribir en verso, pero sin
sujetarse al ritmo, como vemos en estos versos aislados que han sido
conservados en un trozo tachado del discurso sobre el buen gusto en literatura
del Conde de Peñaflorida:
«Roma enseñada siempre a glorias
Cuenta por sus batallas las victorias
Siempre que a las manos ha venido
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. .
Aún no ha peleado cuando ya ha vencido».
Si analizamos estos versos observamos que tan sólo el segundo
«Cuen-ta-por-sus-ba-ta-llas-las-vic-to-rias» se ajusta a las normas poéticas
sobre el endecasílabo, con el acento sobre las sílabas 6.ª y 10.ª. Los versos
primero y tercero, para convertirse en endecasílabos, necesitan hacer hiato
donde debían hacer sinalefa, como en «Roma enseñada», «siempre a» o «que a»:
Ro-ma-en-se-ña-da-siem-pre-a-glo-rias
siem-pre-que-a-las-ma-nos-ha-ve-ni-do
y entonces los acentos recaen sobre las sílabas 5.ª, 7.ª y
10.ª en el primer caso y en las sílabas 7.ª y l0.ª en el segundo, lo que se
aparta de las normas poéticas generales. En cuanto al verso que hemos citado al
final, observamos que está formado por doce sílabas:
Aun-no ha-pe-le-a-do-cuan-do-ya ha-ven-ci-do
necesitándose, para convertirlo en endecasílabo, de la
sinéresis en Pe-le-a-do, pero esto iría contra la pronunciación propia de la
palabra.
Juan de la Mata, por el contrario, se esfuerza en aplicar las
normas sobre la consonancia al final de verso, al hacer rimar «glorias» con
«victorias» y «venido» con «vencido». Vemos en qué manera Juan de la Mata,
siguiendo las indicaciones de dos preceptistas antagónicos -Houdar de la Motte
y Voltaire- hace una cosa intermedia, dispuesto igualmente a aceptar la prosa,
como lo hicieron ya nuestros trágicos renacentistas.
Como suele ocurrir en las escuelas literarias, donde los
discípulos se esfuerzan por ser más puristas que los maestros, los miembros de
la Real Sociedad Vascongada, en un exceso de rigidez, critican las obras de los
clásicos franceses. El Conde de Peñaflorida, cuando enjuicia el Tartuffe de
Molière, halla una falta de decencia en la escena tercera del tercer acto y en
la quinta y la séptima del cuarto, entre Elmire y Tartuffe:
«Aunque es verdad que acaso en ninguna de sus comedias
sostiene mejor Molière el carácter de su héroe que en ésta, creo que las
escenas citadas arriba no se pueden ver ni oír sin que el lenguaje blanco y
endemoniado y las acciones poco decentes con que el malvado de Tartuffe
solicita en ella a Elmire, despierten en los oyentes la concupiscencia más
dormida»284.
Igualmente cuando Juan de la Mata traduce el Horace de Corneille,
suprime el quinto acto, amparándose para ello en las palabras del propio
Corneille en el examen que hizo de su obra en 1660285: la tragedia queda libre,
de este modo, de la falta contra la unidad de acción y se acomoda a la regla
del poeta latino Horacio de que en todo deben triunfar la sencillez y la
unidad.
La división en actos es arbitraria. Ante la necesidad de
suprimir el quinto acto de Horace, Juan de la Mata siente el escrúpulo de no
seguir la regla del autor de la Carta a los Pisones:
«Neve minor neu sit quinto productior actu
Fabula, quae posci vult et spectanda reponi».
(vv. 189-190)
pero se defiende diciendo que este precepto no impone
obligación, ya que Molière, amén de muchos más, hizo también comedias con tres
actos o con uno solo.
El Conde de Peñaflorida en el Borracho burlado, después de la
escena XIV dice que ahí se puede considerar el final del primer acto, en caso
de desear hacer un alto en la representación. No se ciñen, pues, los Amigos a
un número exacto de actos, al igual que pregonan otros neoclásicos286.
Aparte de estas normas de carácter general y literario, la
Real Sociedad Vascongada estableció un reglamento interno que trataba de todo
lo relativo a las representaciones del teatro. Este reglamento, que reproducimos
en el Apéndice documental, preveía cuestiones de orden material, insistiendo
particularmente en la necesidad de gran decencia con que se debían llevar a
cabo las representaciones, tanto en la organización (lugar, preparación de la
sala, prohibición de entrar en los vestuarios o en los bastidores a toda
persona ajena a la representación), como en la vestimenta adecuada que se había
de llevar, especialmente en el caso de las señoras y señoritas. Las obras
deberían ser examinadas con antelación a su representación, de manera que no
contuvieran nada contra las buenas costumbres, sino que fueran capaces de
inspirar horror al vicio y amor a la virtud. La Sociedad se mostraba disponible
ante las sugerencias que el público pudiera presentar en cualquier momento.
El manuscrito de Estatutos de una Sociedad, propiedad de D.
Juan Ramón de Urquijo y Olano, y fruto de los primeros intentos de dar una
organización a la Real Sociedad Vascongada, insiste, en el artículo 14, en la
necesidad de mostrarse dignos Amigos del País en el teatro:
«No sólo fueran contra lo prevenido en el artículo precedente
(hablaba de la importancia de la Amistad) si produjesen en el teatro piezas
capaces de causar el menor desorden en corazón y espíritu de las gentes. Antes
bien, pues, han de poner toda su mira en que sean dignas del celebrado teatro
de los Griegos que, lejos de corromper y pervertir a los jóvenes, infundían en
ellos un horror al vicio y amor a la virtud».
Posteriormente, este mismo artículo, según se observa en las
hojas finales del manuscrito en cuestión, fue objeto de una ligera variante en
los términos siguientes:
«En lo que sobre todo han de poner la primera atención es en
mostrarse tales (Amigos) en las piezas de teatro y otras de bella Literatura,
pues no lo fueran así si éstas fuesen capaces de causar el menor desorden en el
corazón y espíritu de las gentes. Antes bien, han de poner toda su mira en
infundir en todos horror al vicio y amor a la virtud».
Deseosos de dar nueva vida al teatro, los Amigos buscan otra fuente
en el teatro lírico -la zarzuela-, que a pesar de la parte musical conserva
cierta relación con la literatura, por la letra de las canciones y toda la
parte dramática: entra así en un apartado especial de la literatura, de lo que
son conscientes los Amigos. ¿No hemos visto, en efecto, al Conde de Peñaflorida
preocuparse por la aplicación de las tres unidades al componer el Borracho
burlado? En la Dedicatoria del Mariscal en su fragua, la Villa de Vergara
también se congratula de una obra que junta a lo gracioso de una ópera bufa la
más escrupulosa regularidad y observancia de las leyes del teatro.
La zarzuela, cuyo origen se remonta en los siglos,
confundiéndose con las farsas y los autos, conoció una gran difusión durante el
siglo XVII, siendo considerada la égloga pastoril de Lope de Vega La Selva sin
amor, representada en 1629, como la primera obra digna de ese nombre. En la
corte se establece en 1703 la primera tropa italiana que recibe el apoyo real.
Los Italianos, a pesar de la oposición del pueblo, consiguen imponer este nuevo
género teatral, gracias a la actuación de Carlos Broschi, universalmente
conocido bajo el nombre de Farinelli, que recibió los favores de la reina
Isabel de Farnesio.
Los miembros de la Real Sociedad Vascongada, que sentían gran
afición por la zarzuela -ya vimos anteriormente la opinión de Samaniego sobre
este particular-, no solamente se fijan en la época italiana, sino que también
se interesan por la «opéra comique» de los Franceses, que tanto éxito conocía
en esa época. Los Extractos de 1772 nos indican la existencia de las siguientes
zarzuelas en la biblioteca de la Sociedad:
- Obras francesas -
Lucille, comedia en 1 acto, en verso, escrita por Marmontel,
música de Guétry, representada el 5 de enero de 1769.
Déserteur, drama en 3 actos, en prosa, escrita por Sedaine,
música de Monsigny, representada el 6 de marzo de 1769.
Rose et Colas, comedia en 1 acto, en prosa, escrita por
Sedaine, música de Monsigny, representada el 8 de marzo de 1764.
Roi et Fermier, comedia en 3 actos, escrita por Sedaine,
música de Monsigny, representada el 22 de noviembre de 1762.
Annette et Lubin, comedia en 1 acto, en verso, escrita por
Marmontel, música del Caballero de Laborde, representada el 30 de marzo de 1762.
Podría tratarse igualmente de otra comedia que llevaba el
mismo título, obra de Mme. Favart y el Abate de Voisenon, música de Blaise,
representada el 15 de febrero de 1762.
Maître en droit, comedia en 2 actos, en verso, escrita por
Lemonnier, música de Monsigny, representada el 13 de febrero de 1760.
Ninette à la cour, comedia en 2 actos, música de Duni,
representada en 1755.
- Obras italianas -
Il Trácolo, de Pergolese, intermedio, representado en 1734.
Livietta e Tracolo, de Pergolese, intermedio, representado en
1734.
La Serva Padrona, ópera en dos actos, escrita por Nelli,
música de Pergolese, representada en 1733.
Il Heroe Chinese, de Conforto.
Observamos una superioridad numérica de obras francesas, ya
que los Extractos citan 7 francesas frente a 4 italianas. Además las italianas
son todas muy antiguas si las comparamos con las francesas. Las primeras datan
de los años 1733-34, mientras que las francesas se escalonan del año 1755 al
1769. Dos de ellas fueron representadas en 1769, o sea tan sólo tres años antes
de que aparecieran en los Extractos. Esto nos indica que los miembros de la
Real Sociedad Vascongada estaban más pendientes de las novedades ocurridas en
Francia que de lo que pudiera suceder en Italia, en lo referente al teatro
lírico: creemos poder afirmar que la afición que los Amigos sentían por la
zarzuela les llegaba principalmente a través de Francia.
Antecedentes del teatro en el País Vasco, con relación a la
Real Sociedad Vascongada de los Amigos del País
En el País Vasco se habían representado desde tiempos remotos
pastorales y mascaradas, de las que se tiene conocimiento a través de algunas
que han llegado hasta nuestros días y de varios indicios que nos permiten
afirmar su existencia287. Pero sin duda, debido a las rigurosas disposiciones
del Concilio de Trento, se produjo un corte brusco a partir del siglo XVII
hasta la segunda mitad del siglo XVIII, ya que no se observa ningún rastro de
dichas obras.
El país, eminentemente rural y de poblaciones de escaso
vecindario, no era propicio para que floreciera un teatro de ciudad288. Las
compañías que recorrían los pueblos de la Península no debieron de adentrarse
en esta región por la barrera que representaba la diferencia de idioma. Ya
vimos anteriormente cómo las autoridades eclesiásticas prohibían toda clase de
representación, por todo lo cual podemos afirmar que el País Vasco en general
careció de teatro durante muchos años.
He aquí que un grupo de jóvenes inquietos que se habían
distinguido ya en la república de las Letras por su polémica con el Padre Isla
en 1758 con la publicación de Los Aldeanos críticos y las cartas que se
intercambiaron a continuación, sintiendo afición por la música y el teatro, se
juntan por diversión para dar un espectáculo nuevo en el país a un grupo de
amigos. En las reuniones familiares a las que asisten personas de la alta
sociedad representan ciertas obras, como el Criado de dos amos, en Azcoitia,
según se desprende de una carta del Conde de Peñaflorida que reproducimos en el
Apéndice documental. Aprovechan luego la concurrencia de la nobleza que se
dirige a Azcoitia con motivo de las Juntas Generales de la M. N. y M. L.
Provincia de Guipúzcoa en julio de 1764. El Conde de Peñaflorida, animador del
grupo, trabajó afanosamente para llevar a cabo los ensayos con miembros
esparcidos en diversos pueblos:
«Es imponderable la fatiga y el afán con que nuestro Conde
transformado en autor cómico y en compositor, instruía a los nuevos operantes.
Como éstos vivían dispersos en diferentes pueblos de Guipúzcoa y Vizcaya, era
casi imposible reunirlos en un lugar; y así tenía que acudir nuestro Conde a
todas partes. Tan pronto estaba en Marquina, como en Vergara y en Azcoitia,
ocupado y afanado en ensayos, en repasos de su nueva ópera y en formar y
entonar la nueva compañía; pero salió con el intento»289.
Esta compañía de aficionados obtuvo un gran éxito en sus
representaciones y la Villa de Vergara, que preparaba entonces los festejos con
motivo de la subida a los altares de San Martín de Aguirre, estima que esta
compañía puede dar gran realce a la fiesta. Con el fin de que cada asistente
tenga ante sí la obra, la Villa sufraga los gastos de la impresión de El
Mariscal en su fragua y El Borracho burlado, lo que ha permitido que ambas
zarzuelas hayan llegado hasta nosotros. El Conde de Peñaflorida, tal vez por
modestia, o tal vez porque realmente reconoce ciertos defectos, está lejos de
pensar en adquirir un nombre en el teatro español:
«...no siendo mi interés el dejar un nombre en la historia
del Teatro español, debo preferir el complacer a unos amigos, al recelo de
dejar de parecer sabio»290.
Sin embargo, la Villa de Vergara le saluda con gozo y le
concede ya una plaza dentro del teatro español:
«A ella (Azcoitia) y a V.S. tendrá que agradecer el Teatro
Español y toda la Nación entera una pieza que les hará a ambos igual
honor...»291.
Y más adelante dice que uno de los motivos de haber dado la
pieza a la imprenta fue «para ilustrar con ella al teatro español». En la
Dedicatoria que hace la misma Villa al autor de El Borracho burlado elogia la
calidad de la obra:
«Ella es una Pieza Maestra de escogido numen oefico (?) y
músico de V.S....
Reconozca, pues, Señor, todo el País a V.S. como a principio
y perfección del Teatro Vascongado, como a Propagador de su cultura, como a
Agente de su felicidad...».
La Villa cree sinceramente que estas representaciones de
teatro, cosa realmente nueva en el país vascongado, son dignas ya de ser
incluidas como grandes obras dentro del teatro español. Y ciertamente, aunque
no posean tanto valor como hubiese deseado la Villa de Vergara, sin embargo no
les falta cierto mérito literario, como lo iremos viendo a lo largo de este
trabajo. El propio Conde de Peñaflorida reconocía que estas obras pierden mucho
al ser leídas292.
Tres fueron las representaciones que se llevaron a cabo.
Joaquín María de Eguía y Aguirre, el futuro Marqués de Narros, tradujo la
Clemencia de Tito, de Metastasio, que lamentablemente no hemos podido
localizar. Únicamente tenemos la apreciación de un contemporáneo, el autor de
la Historia de la Sociedad, que dice así:
«El Amigo Eguía había empleado en esta bella traducción todo
aquel arte que es menester para hacer sentencioso y agradable el verso y para
adornar y componer una pieza de teatro, que destinada en el original para ópera
trágica, tuviese, desnudándola de la música, aquel espíritu y aquella armonía
que la hiciese tan agradable y descubriese tan viva la clemencia de Tito, el
furor de Vitalia, la constante fidelidad en Servilia, la fuerza de las pasiones
encontrada en Sexto y la grandeza de alma en Anío»293.
Podemos deducir que el autor tradujo esta obra en verso, que
causó el agrado del auditorio y parece ser también que quitó la música
original, con lo que la convirtió en una tragedia.
El Conde de Peñaflorida presentó dos zarzuelas. La primera es
una traducción de otra que lleva por título Le Maréchal ferrant, escrita por
Quétant y Anseaume, música de Philidor, y que se estrenó en París en el teatro
de la feria de San Lorenzo el 22 de agosto de 1761294, llegándose a representar
ante los Reyes de Francia. El Conde de Peñaflorida no esconde el original
traducido, según el propio título que da a la zarzuela: El Mariscal en su
fragua, ópera cómica escrita en francés por Monsiur (sic) Quétant y puesta en
música por Phylidor, traducida al español por un Cavallero (sic) guipuzcoano.
La parte de prosa es una traducción casi literal, si bien se observan
los giros coloquiales propios de una traducción al castellano. Así la
presentación de Marcel:
«Cinq heures sont sonnées, la nuit viendra bientôt. Il faut
que j'aille porter mon Mémoire au château et que je m'habille. Claudine,
Jeannette, Claudine. Je gagerais qu'elles sont encore en querelle».
(Se. I)
queda convertida en castellano en:
«Son ya las cinco dadas y antes que sea de noche quiero
llevar mi cuenta al Palacio: vistámonos, pues. ¿Claudina? ¿Juanita? ¿Claudina?
¿cuánto va que aún están de camorra?».
El diálogo conserva la soltura francesa: la pregunta de
Marcel: «C'est donc pour des amoreux qu'on fait tout ce bruit-là?» guarda toda
su ligereza en «Con que toda esa bulla es por algún galanteo ¿eh?».
El traductor se ha permitido introducir alguna variación, ya
suprimiendo, ya añadiendo ciertas cosas, conforme lo estimaba necesario.
Claudina pretende dar una lección de autoridad a Marcel, padre de Juanita,
diciéndole en el original:
«Jour de Dieu, vous souffrez qu'une morveuse à 18 ans ait
déjà des amoureux?».
(Se. II)
que el Conde de Peñaflorida cree conveniente ampliar en estos
términos:
«¿Oyes eso? ¿Aguantas que una hija se explique con esa
libertad delante de su padre? ¿y habrá paciencia para que una niña que aún no
sabe limpiarse los mocos tenga su pedazo de Majo?».
En ciertas ocasiones, el Conde de Peñaflorida transforma
imágenes demasiado conocidas por giros que encierran mayor expresividad:
«Oui, votre
fille
Contre non
sentiment
Et sans votre
agrément
A su faire un Amant:
Du feu le
plus ardent
Pour lui son
coeur pétille:
C'est Colin».
(Se. II)
queda traducido por:
«Has de saber, Marcel, que contra mi dictamen y sin tu
consentimiento se ha echado Juanita un Majo, por quien ella se muere... y este
Majo es Colín».
La idea del amor ciego queda mejor expresada mediante las
palabras del Conde de Peñaflorida, ya que el verbo morirse por alguien
manifiesta mejor la intensidad amorosa que no la metáfora anodina del fuego
ardiente, empleada hasta el exceso en la poesía.
En la parte en que la poesía debe adaptarse a la música, el
Conde de Peñaflorida se aleja bastante de su modelo, por las dificultades en
que se halla de sujetar el metro a una música dispuesta originariamente para
poesía francesa. Por eso se expresa con mayor originalidad, tal como lo veremos
cuando tratemos del aspecto poético en el capítulo siguiente.
El Conde de Peñaflorida que aparece como mero traductor
(aunque podemos afirmar que traductor inteligente, pues nos da bien la
correspondencia de la obra francesa) tiene un papel distinto en El Borracho
burlado, ópera cómica, escrita en castellano y vascuence, y puesta en música
por un Cavallero (sic) guipuzcoano295, ya que él es el autor.
Destinada inicialmente a ser escrita en vascuence, no lo fue
sin embargo por la dificultad de utilizar el dialecto apropiado, pues, de haber
tomado el de Azcoitia, no hubiese agradado a los del resto del país, y los
actores previstos para la representación no hubiesen sido tampoco capaces de
imitar correctamente el habla de Tolosa, Hernani o San Sebastián, por lo que se
reservó el vascuence tan solamente para la parte cantada296, mientras el resto
va escrito en castellano. Y para que los asistentes que desconocieran el
vascuence pudiesen seguir la acción, puso en prosa castellana el significado de
las canciones. Las anotaciones escénicas, las que indican las posturas, gestos
y otros detalles de los actores, van igualmente expresadas en castellano.
El Conde de Peñaflorida nos introduce desde un principio en
la acción principal, monstrándonos a Chantón Garrote bebiendo conforme es su
costumbre. Su mujer Marichu, tras una larga búsqueda por las tabernas, se
lamenta de su suerte y cuando ve a su marido tendido en el suelo le vitupera, y
para hacerle perder el vicio, le amenaza con entregarle a las autoridades, como
recurso final, de lo que se ríe Chantón mientras se abandona plácidamente al
sueño. Don Diego, mayordomo de un caballero, informado por Marichu de la
resistencia de Chantón a dejar el vino, prepara un último procedimiento.
Marichu duda de que pueda hacer cambiar a su marido, pero Don Diego le hace ver
que cuando se hayan reído a sus expensas y todo el pueblo hable de ello,
ciertamente se corregirá. Después de vestir a Chantón con una bata de D. Diego,
le despiertan ya en una habitación sumamente lujosa: le hacen creer que se ha
convertido en el Marqués de Trapisonda. Asombrado en un principio, poco a poco
cae en la trampa que le han tendido, pues le tributan un trato digno de
personas más importantes de lo que él ha sido hasta entonces. Cuando Don Diego
entra de repente en la habitación, finge tomarle por ladrón y decide enviarle a
la horca. Chantón pide entonces perdón y promete cambiar de vida, abandonando
la borrachera y el juego: su esposa le perdona, segura de que en lo sucesivo no
habrá problemas en el matrimonio. Dentro de esta acción principal se insertan
otras secundarias, como el trabajo en la tienda del zapatero (VI-XIII), visita
de unas tenderas (XXV), del zapatero solicitando el importe de un fingido
servicio (XXXI).
Si observamos en un principio la forma externa de esta obra,
nos damos cuenta de ciertas novedades teatrales con relación al teatro
tradicional español. Así, la presentación de los personajes que durante el
Siglo de Oro solía consistir tan sólo en una indicación de los nombres297, se
hace ahora aclarando brevemente el plano social, y especialmente el parentesco
o relaciones entre personajes:
Chantón Garrote, hombre ordinario.
Marichu, su mujer.
Martinico, Zapatero, amigo de Chantón.
Machalán, su mujer.
Cuatro Oficiales del Zapatero.
Don Diego, Mayordomo de un Caballero, que vive en el cuarto
alto de Martinico.
Don Antonio) Pages del mismo Caballero.
Don Pedro)
Un hombre que vende manzanas.
Este procedimiento nos recuerda, por su estructura, el
empleado en el teatro francés298.
Frente a la división frecuente de la acción en «jornadas»,
según la terminología anterior, ahora la obra se compone de uno o dos Actos
(según se desee o no cortar la representación tras la escena XIV), y en Scenas,
tal vez en recuerdo de la voz francesa scéne o de la latina scaena.
Ya vimos anteriormente cómo el Conde de Peñaflorida estaba
preocupado por dar una estructura clásica, con aplicación de las tres reglas de
tiempo, de lugar y de acción. Veamos ahora cómo lo realiza.
El tiempo en que se desarrolla la acción de la zarzuela puede
casi ser igual al de la representación, pues al principio aparece Chantón
Garrote borracho y luego la acción representa el chasco que le preparan tras
despertarle.
Por lo que atañe al lugar, se realiza la acción en tres ambientes
distintos: hasta la escena XIV, inclusive, nos hallamos en la tienda del
zapatero, posteriormente y hasta la escena XVII estamos en la antecámara de un
caballero, para pasar luego dentro de la habitación. Lo que podía en un
principio parecer una falta contra la norma clásica, el Conde de Peñaflorida lo
rectifica, haciendo suponer que la tienda del zapatero se hallaba situada
debajo de la casa del caballero.
En cuanto a la acción, el Conde de Peñaflorida mismo era
consciente de la variedad de hechos, pero van incluidos dentro de la acción
principal, como lo veremos más adelante. Únicamente, nosotros estimamos como
algo fuera de la línea general de la obra las escenas de la tienda del zapatero
en pleno trabajo que no aportan nada nuevo, sino un agradable espectáculo para
la vista.
El Conde de Peñaflorida utiliza como elemento de exposición
el romance, frente a la costumbre anterior de que las obras teatrales fueran en
redondillas o quintillas. Así tenemos, por ejemplo:
«Al tiempo de entrar aquí
tras vosotros me ha llamado
una conocida antigua,
la que habiéndose casado
con un tal Chantón Garrote,
famosísimo borracho,
me ha estado contando cuitas,
y pintando sus trabajos
de modo que no es decible
la compasión que me ha dado...».
(Escena V)
Este estilo se acerca por su sencillez a la prosa: falta
generalmente todo tipo de recursos estilísticos, lo que hace el relato más
cercano al auditorio.
Otra novedad de esta zarzuela con relación al teatro anterior
es la ausencia del tema del amor que resultaba prácticamente imprescindible en
todas las comedias de entonces. El Conde de Peñaflorida cree que debe
disculparse por ello, explicando en la Advertencia del Autor:
«Conozco que éstos (defectos) son muchos, ella (la obra) no
tiene aquel interés que empeña comúnmente al auditorio, pues la falta el cebo
del amor, agente tan socorrido en los teatros, para atraer y fijar la atención
de todos... Si no he mezclado nada de amores, ha sido por las circunstancias de
las personas que estaban destinadas para su representación, a cuyos caracteres
he procurado acomodar los diferentes personajes que introduzco en ella».
En el estudio de fondo de esta obra hemos observado ciertos
valores que quisiéramos poner de relieve. Fijémonos, por ejemplo, en el
personaje central, Chantón Garrote, y analicémoslo.
En un principio aparece como borracho empedernido, y su
lenguaje rústico corresponde a su baja situación social:
«Si habrá desollado ya
el cernícalo de anoche
mi amigo Martín...
...durmiendo debe de estar
como un lechón este pobre...».
(Escena I)
y sus relaciones con su esposa han llegado casi a
desaparecer:
«Son el Demonio estas hembras...
¿Quién diablos la habrá metido
en venir hasta aquí, cuando
en mi vida yo la digo
palabra? pues todo el día
ni la veo ni la oigo».
(Escena III)
Pero cuando se despierta en una habitación de características
desconocidas para él por la elegancia de los muebles, y él se ve vestido
ricamente, queda turbado:
«Caballeros,
yo... cuando... acá... por Dios
no sé...».
(Escena XX)
Al enterarse que se ha convertido en el Marqués de Trapisonda
balbucea:
«¿De Trapisonda, y Marqués,
yo?... ¿cómo?... ¿y desde cuándo
Marqués?... digo ahí es nada
el título que me han dado.
¡Señor! ¿qué embolismo es éste?».
(Escena XXII)
Todo son preguntas, exclamaciones, frases incompletas que
manifiestan bien la confusión de Chantón.
A pesar de esta primera reacción y ante lo que parece una
evidencia de su súbita transformación, Chantón Garrote va haciéndose a la idea
de su nueva situación social. Por eso cuando le entregan una carta que contiene
un mensaje urgente, él se retrae de leerla y la da a Don Pedro para que la lea,
pero guardando su dignidad:
CHANTÓN dando la carta a DON PEDRO
-Pues léala Vmd.
DON PEDRO
-¿Yo? Y si acaso
fuese cosa de secreto
no ve Usía puede haber
gran inconveniente en ello.
CHANTÓN
-No importa,
(aparte) yo no sé leer
tengo mala la cabeza».
(Escena XXII)
Y Chantón empieza ya a verse por la imaginación en su nuevo
papel de marqués, y se acuerda también de su mujer:
«...ciertamente voy creyendo,
que sin saber cómo o cuándo,
Chantón Garrote se ha vuelto
en Marqués. ¡Válgame Dios!
Cuando llegase a saberlo
mi mujer que sí dirá,
no ha de caber de contento
cuando la llamen Marquesa.
Pues, ¡no digo nada luego
en yéndome a mi lugar!
ése sí que será cuento.
No hay remedio, en almorzando
inmediatamente quiero
mandar que vayan por ahí
a traerme un caballo bueno,
y montado en él me iré
arrogante, guapo y tieso».
(Escena XXIII)
Chantón se siente entonces con autoridad suficiente para dar
órdenes, lo que hace de un modo tajante que recuerda su origen popular:
«Una silla».
(Escena XXIV)
«Oyes, venga acá ese plato».
(Escena XXIV)
«Pues despacharlas prontico».
(Escena XXV)
«Echámela de mi cuarto
al instante».
(Escena XXIX)
En esta nueva situación, piensa ya en el decoro. Quisiera
invitar a su amigo Martinico, el zapatero, a su mesa, pero duda por el qué
dirán:
«...pero...
¿a un zapatero en su mesa
tendrá un marqués? ¿qué dirán?».
(Escena XXXI)
En el momento en que Don Diego se presenta en la habitación
para aclarar la situación, Chantón Garrote se muestra autoritario y decidido a
defender su prestigio:
«Estos dos platos son míos
y en lo que es de mi persona
baste deciros que soy
el Marqués de Trapisonda».
A la pregunta de quién le ha hecho Marqués, responde:
«Yo no sé quién me ha hecho
sólo sé que soy Marqués
y se me debe respeto».
Cuando le quieren detener, él protesta amenazando a los
demás:
¿Cómo se entiende? ¡A mí atarme!
¡Protesto la violencia,
y he de veros en una horca
aunque me cueste el Estado
famoso de Trapisonda!
(Escena XXXII)
Al final, cuando se le dice la verdad, se aplana y pide
perdón.
Observamos una evolución ascendente en el carácter de Chantón
que va tomando conciencia del papel que se le ha querido dar: aparecen
sentimientos de vanidad y autoridad. Lejos de presentarnos un personaje monolítico,
el Conde de Peñaflorida ha sabido darnos la impresión de que se mueve ante
nosotros un ser humano con sentimientos propios que evolucionan a lo largo de
la representación.
Concebida como elemento de distracción, la zarzuela de El
Borracho burlado tiene diferentes elementos cómicos que dividiremos en cómico
de posturas, de vocabulario y de carácter.
El Conde de Peñaflorida logra la risa del espectador desde el
principio en que aparece Chantón ebrio, hablando con el jarro de vino o cuando
éste se acuesta en las tablas, cuando muestra su impaciencia ante la peregrina
con gestos llamativos, cuando asistimos a la disputa entre Martinico y Chantón
en lucha por los platos que contienen el almuerzo, o cuando Chantón se deja
caer a los pies de Don Diego solicitando su perdón tras haberse mostrado antes
tan seguro de sí mismo. Todos esos elementos pertenecen más bien al género de
la farsa: provocan la risa por lo extraño de las posturas o de las diversas
acciones.
El Conde de Peñaflorida hace alarde también de comicidad de
vocabulario mediante voces del habla muy popular, como «carnícalo», «lechón»
(Escena I), «barrigas», en lugar de «estómago» (Escena XXIII). Estas voces son
sin embrago esporádicas; la risa franca se eleva hacia una sonrisa más
espiritual, como en la réplica siguiente:
«DON ANTONIO
¿Pues quiere que hagamos
Café con leche?
CHANTÓN
¿Qué es eso?
¿Es acaso un buen bocado?
DON PEDRO
Es bebida».
(Escena XXII)
Cuando conocemos el carácter de Chantón tan dado a la bebida
nos produce una agradable sonrisa su desconocimiento del café con leche.
Asimismo, Chantón se muestra decidido a defender su
autoridad:
«He de veros en la horca
aunque me cueste el Estado
famoso de Trapisonda».
(Escena XXXII)
Al elevar Chantón al rango de «Estado famoso» su hipotético
marquesado, origina en el espectador una sonrisa fina de agrado.
El Conde de Peñaflorida deja descansar toda la acción sobre
un doble plano realidad-ficción, con la doble personalidad de Chantón: al estar
enterado del chasco que se le prepara, el espectador puede seguir más de cerca
la irrealidad de las ilusiones de Chantón. También, cuando al final Marichu,
fingiéndose muy afligida, se echa a los pies de Don Diego solicitando perdón
para su esposo, nos produce sonrisa, pues sabemos que no lo hace sino para que
Chantón crea que ella también se une a él.
El Conde de Peñaflorida sabe utilizar con acierto el
procedimiento cómico que distingue a los buenos autores: el cómico de carácter.
Y lo hace no ya esporádicamente, como en los elementos que hemos indicado
anteriormente, sino a lo largo de varias escenas. Utiliza para ello una de las
tendencias que están acordes con el personaje de Chantón: el hambre. Lo primero
que se le ofrece es un buen desayuno: todo parece estar dispuesto para ello y
Chantón no siente ya sino el placer de comer:
«¡Qué ganas tengo, Dios mío,
de llenarme la barriga».
(Escena XXIV)
Entonces una serie de visitas hace posponer la comida dando
lugar a la exposición del carácter de Chantón. Primero entran unas tenderas con
varios géneros en unas cestas. Chantón pide que la visita sea corta:
«pues despacharlas prontico
y dame luego mi almuerzo
que estoy muriéndome de hambre».
(Escena XXV)
y él mismo les dice a las tenderas que vuelvan después de
comer, pues ahora tiene un quehacer.
Cuando entra un hombre vendiendo manzanas, Chantón parece
impacientarse:
«Valga el Diablo tanta gente».
(Escena XXVII)
Y sin dar lugar a explicaciones, ordena seguidamente a Don
Pedro que coja un par de manzanas, de las más maduras y despida al intruso.
Cuando por fin se hallan solos Don Pedro y Chantón, éste siente grandes ansias
por empezar a comer:
«Vamos, parte, parte luego
y échame a este plato un trozo».
(Escena XXVIII)
La llegada de una peregrina colma ya su impaciencia:
«Maldito sea amén el Diablo ¿a qué viene aquí esta loca?».
y ordena tajantemente que se le despache:
«Echámela de mi cuarto al instante».
Cuando Don Pedro le pregunta qué le podrá dar a la pobre
peregrina, él contesta con sequedad: «Cualquier cosa», pues no piensa sino en
quedarse solo. En señal de reconocimiento por un real de vellón que recibe de
Don Pedro, la visitante quiere cantar una tonadilla. Chantón entonces no se
contiene:
«¿Cómo qué? ¡Para Músicas estamos!
Señora mía, tome Vmd. su dinero, y váyase con Dios
o con la trampa, que acá tenemos que hacer».
Y ordena:
«Pues dame acá aquese plato y más que cante».
Pero Don Pedro le señala que eso no es correcto en una
persona de su categoría. Chantón se muestra nervioso durante la canción,
preocupado de ver el final de la misma. Así, al contrario de Don Pedro, que
alaba a la peregrina por su voz, Chantón deja estallar su ira:
«Mal hayas tú, la cantora,
y toda tu cantinela».
y dirigiéndose a ella la despacha en términos violentos:
«Señora, ya he dicho a Vmd.
que estoy bastante de priesa,
y así hágame el favor
de coger luego la puerta».
(Escena XXIX)
Ante la posibilidad de nuevas visitas, ordena que se cierre
la puerta con llave, pero Martinico, el zapatero, había hecho ya su entrada. La
primera reacción de Chantón es aún más violenta que las anteriores:
«¿Otro diablo? echa ese hombre mas
que sea por la ventana».
Sin embargo cuando oye a Martinico tratarle de Usía, entra en
juego el sentimiento de vanagloria y se le olvida por completo el hambre. Su
tono se hace más amable:
aparte
Usía, me dijo, ¡hola!
pues éste bien me conoce.
Mírame bien, Martinico,
¿caes en cuenta quién soy? hombre».
Ahora en lugar de pretender echarlo, le invita a participar
de su almuerzo, con tono paternalista:
«Quiero que almorcemos juntos».
Pero Martinico viene a pedirle con urgencia dinero por un
fingido trabajo, y ante la insistencia del zapatero, Chantón le despacha:
«Pues por hoy no puede ser.
Y así, amigo, vete afuera
que yo tengo acá que hacer».
A partir de entonces el diálogo se vuelve otra vez muy tenso:
«MARTINICO
¿Irme yo sin mi dinero?
No hay que pensarlo.
CHANTÓN
Insolente, salte luego,
y si la puerta no coges
por un balcón te echaremos.
MARTINICO
Porque pido a Usía lo mío
¿me trata con tal desprecio?
CHANTÓN
Martín, en valde te cansas,
no has de llevar un cornado.
MARTINICO
Pues si Usía no me paga,
yo sabré hacerme cobrado».
Entonces se lanza sobre los platos de plata que contienen el
almuerzo. Chantón cuya ira alcanza el punto álgido, no da órdenes sino que se
lanza él mismo en defensa de sus bienes y de su comida, amenazando a Martinico:
«¿Cómo, ladrón atrevido?...
Suelta y sino acá mismo
el alma te he de arrancar».
(Escena XXXI)
Observamos un crescendo de la ira de Chantón, de acuerdo con
el deseo de satisfacer el hambre que se hace cada vez más imperiosa. Pero la
tensión no sube de manera uniforme, sino que se apacigua un momento cuando
Martinico, que tanto trato había tenido anteriormente con Chantón, parece
confirmar la transformación efectuada en este. Tras este corto paréntesis, la
ira estalla en pocos momentos. El Conde de Peñaflorida ha sabido tratar con
mano maestra este carácter de Chantón y producirnos la risa fina mediante la
propia descripción de sus reacciones.
Siguiendo con la ley clásica de que los pensamientos deben
estar en conformidad con los personajes, el Conde de Peñaflorida expone las
máximas de moral práctica a través del personaje de mayor relieve social de la
obra, Don Diego:
«El Amor propio en el hombre
tiene tal poder y fuerza
que puede decirse que es
el Alma de sus empresas:
y en sabiendo manejar
todas sus ocultas ruedas
se ven monstruosos efectos
a costa de poca pena.
La pasión más dominante
en el hombre es la soberbia,
y esto de ser mayor que otros
es lo que a uno más le llena.
Consiguientemente no hay
cosa que un hombre más siente
que al ver que en vez de apreciarle,
le hacen burla y le desprecian:
de suerte que más contiene
el miedo que tal suceda
que el temor de los castigos
y cebo de recompensas».
(Escena XV)
No podía faltar a una obra realizada por un ilustrado un fin
moralizador que alejase del vicio a cuantos se viesen retratados en Chantón
Garrote:
«Los que tienen en el Mundo la costumbre de emborracharse
escarmienten en la cabeza de mi marido».
(Escena final)
Tras este estudio de la zarzuela El Borracho burlado podemos
afirmar que el Conde de Peñaflorida logró hacer una obra de real valor
dramático dentro de este género menor de la zarzuela, y compartimos la
afirmación de la Villa de Vergara de que tiene su puesto dentro del teatro de
la época.
Realizaciones teatrales de la Real Sociedad Vascongada
Estas primeras tentativas teatrales, anteriores en pocos
meses tan sólo a la creación de la Real Sociedad Vascongada de los Amigos del
País, guardan con esta Institución un lazo íntimo por ser obra de sus
principales miembros, el Conde de Peñaflorida y Joaquín María de Eguía. Esta
actividad continuó con cierta intensidad en las primeras reuniones que se
celebraron.
El teatro, previsto también como medio de diversión de los
Amigos durante sus Juntas, tuvo un gran auge en las sesiones de febrero de 1765
en Vergara. Veamos cómo se llevaba a cabo una función, tomando por modelo la
del día 7 de ese mes.
Las obras de teatro pasaban primero a los revisores, como nos
dice la Historia de la Sociedad:
«Nombráronse revisores señaladamente para las piezas de
teatro que se escogieron, a fin de que, examinadas con escrupulosas
diligencias, sirviesen al fin que busca la Sociedad en sus mismas diversiones,
tomándose para todo las más menudas providencias, que adelantando el principal
objeto de este Cuerpo en el progreso de las Ciencias y las Artes, sacase
utilidades aún de los medios más indiferentes para las sanas, celosas y útiles
intenciones de la Sociedad»299.
Los revisores se mostraban exigentes a la hora de examinar
pues lo hacían con «escrupulosas diligencias» y tomaban «las más menudas
providencias».
Los Amigos invitan a la alta sociedad de la Villa, así como a
los eclesiásticos, dándose cita en esta ocasión en casa de Roque de Moyúa,
Marqués de Rocaverde. Dos criados colocados en el primer descanso de la
escalera permitían la entrada tan sólo a los que presentaban la esquela de
convite de la Sociedad, con lo que queda de manifiesto que el teatro iba
dirigido a un grupo reducido, del que no formaba parte el pueblo. La obra que
se representa ese día es la Clemencia de Tito, traducida por Eguía y que hemos
mencionado anteriormente.
Se toman cuantas precauciones se precisan para hacer de esta
reunión un agradable motivo de encuentro entre esos asistentes privilegiados.
Los Amigos Otazu y Olaso Zumalabe reciben a los invitados y los acompañan al
asiento que se les ha destinado. Los Amigos que no están ocupados en la
orquesta o en el teatro ocupan los primeros puestos justamente detrás de la
orquesta, mientras los actores se disponen para la representación.
Cuando todo se halla preparado, la función empieza por una
obertura que, al decir del autor de la Historia de la Sociedad, «embelesa» a
los espectadores. Después, llega la representación propiamente dicha de la
Clemencia de Tito. De intermedio se toca una sinfonía y para concluir una parte
de la Serva Padrona. El conjunto agrada sumamente a los asistentes:
«El concurso no cesaba de aplaudir a voces la belleza de las
piezas y el buen orden y providencia con que se habían ejecutado»300.
La puesta en práctica del reglamento teatral establecido por
la Sociedad comenzaba a producir sus frutos.
Entre los trabajos presentados en esta primera Junta de los
Amigos figuran varias producciones teatrales. El día 8 el Conde de Peñaflorida
lee la comedia la Tertulia, destinada, como vimos anteriormente, a defender el
teatro, reformando y desechando cuanto no vaya dirigido a inspirar horror al
vicio y amor a la virtud. Según una tendencia netamente neoclásica, los
personajes están fuertemente caracterizados:
«Con esta ocasión se descubren en esta hermosa pieza una
virtud de perspectiva, que muestra su carácter desde luego que no se la elogia:
una virtud sólida y sin patarata que no huye pero tampoco abusa de las
diversiones, un genio nacional y a quien nada agrada sino aquello en que se
crió; otro indiferente; otro apasionado; otro presumido y altanero; otro
ridículo por afectado y todos en una conversación natural descubriendo feo lo vicioso
y amable todo lo contrario»301.
Al día siguiente, Juan de la Mata presenta una traducción de
Horace, de Corneille, con las enmiendas que apuntamos más arriba, destinadas a
perfeccionar aun más la obra original.
El día 11, Ignacio Luis de Aguirre da a conocer una comedia
titulada Casilda, cuyo resumen es el siguiente:
«Descubre esta pieza un hipócrita que se disfraza con las
apariencias de la virtud para hacerla servir a sus intereses y adquirir y
mantener un absoluto imperio en la voluntad y facultades de una señora que,
deslumbrada con estas falsas apariencias se deja llevar al arbitrio de este
Director. Una dama de conducta propia de su sexo y calidad da admirables
lecciones y ejemplos a las de su clase y dos jóvenes distinguidos el uno por su
probidad y el otro por su estupidez hacen visiblemente amable la virtud y la
cultura. Se entrevé por entre los aparatos de una afectada mortificación y
desasimiento de que hace estudio el hipócrita un amor al regalo, una
inclinación a mandarlo todo y abarcarlo todo, señas poco equívocas de falsa
virtud que al fin se verifican descubriéndose la hipocresía, la ambición y el
libertinaje de este embustero con oprobio suyo y gloria de la inocente conducta
de los jóvenes actores de esta pieza»302.
No creemos que sea necesario insistir demasiado para de
mostrar que esta obra, que el autor de la Historia de la Sociedad denomina
«comedia original», no tiene de original sino el título y tal vez la manera de
presentar la acción, tratándose de una adaptación clara de Tartuffe de Molière.
En la «señora deslumbrada» se reconoce a Mme. Pernelle; en la «dama de una
conducta propia de su sexo» transparece Elmire, esposa de Orgón, la cual delata
al hipócrita. Los dos jóvenes recuerdan a Valère y a Damis. Las referencias que
se hacen a Tartuffe son demasiado claras: «hipócrita que se disfraza con las
apariencias de la virtud», «afectada mortificación», «inclinación a mandarlo
todo», «libertinaje de este embustero», «director». Tal vez Aguirre cambiase el
título de la obra a causa de las críticas que podía suscitar el nombre de
Tartuffe por parte de las autoridades eclesiásticas, como ocurrió en Francia.
La actividad teatral del Conde de Peñaflorida fue extensa,
pues el día 12 ofrece bajo el título de Patelún la traducción de L'Avocat
Pathelin, de Palaprat303, adaptación esta de la farsa que tanto éxito conoció
en la Edad Media.
Es notable que de las siete primeras obras teatrales de la
Real Sociedad Vascongada: el Mariscal en su fragua, el Borracho burlado, la
Clemencia de Tito, la Tertulia, Horacio, Casilda, Patelún, tres son meras
traducciones del francés (el Mariscal en su fragua, Horacio, Patelun), una es
adaptación del francés (Casilda), otra procede del italiano (la Clemencia de
Tito) y dos son originales (la Tertulia y el Borracho burlado). Es una
manifestación del atractivo que ejercían las letras de Francia sobre los Amigos
de la Real Sociedad Vascongada.
Posteriormente, hubo otras producciones dramáticas, de las
que tenemos conocimiento a través de un índice establecido en 1783 de cuantos
efectos constaban en aquella época en el archivo de la Sociedad.
Lamentablemente, y a pesar de nuestra investigación, no hemos podido encontrar
los textos originales. Enumeramos a continuación los títulos de las obras, con
indicación de la signatura que tenían en dicho archivo:
Com. Tom. N.º Autor Título
4 5 1 Anónimo Entremés del Albaybar cojo y borracho.
4 5 7 Anónimo Piezas, traducidas de Brumoy304.
4 5 8 Bernabé
Antonio de Gaña Morir por la cosa
amada, Comedia.
4 5 12 Samaniego El peludo y el embustero, Comedia.
4 5 15 Manuel
de Gamarra El Médico avariento,
Ópera bufona.
4 5 19 Conde
de Peñaflorida Anita, Comedia.
4 5 27 Enrique
de Ramos Guzmán el Bueno, Tragedia.
Esta lista no abarca ciertamente la totalidad de las obras compuestas
por los miembros de la Real Sociedad Vascongada. Así, D. Emilio Palacios ha
publicado últimamente en el Boletín de Sancho el Sabio, año 1974, páginas
535-552, la pequeña comedia El Carnaval, del Conde de Peñaflorida, de escaso
valor dramático, pero que es una prueba de la actividad teatral de estos
hombres. El elogio del Conde de Peñaflorida, leído el 2 de abril de 1785 por
Francisco de la Mata Linares en la Sociedad Económica de Madrid, nos da a
conocer que el Director de la Sociedad escribió dos actos de una comedia
titulada Los Pedantes305. Esta afición del Conde no cesó hasta su muerte. En el
elogio recogido en los Extractos de 1785 se nos dice textualmente cuando hace
referencia de la época final de su vida:
«Por este mismo tiempo en que nuestro Conde trabajaba el
bosquejo de un drama u ópera cómica intitulada La Paz y el proyecto de otros
dramas inocentes para la diversión y ejercicio de los jóvenes y en particular
para el uso del Seminario Patriótico, tuvo la fatal precisión de pasar a Logroño
donde contrajo unas tercianas tan malignas y rebeldes que no se pudo encontrar
remedio contra ellas»306.
Trayectoria del teatro en la Real Sociedad Vascongada
Ya vimos qué dificultades tuvo que afrontar el Conde de
Peñaflorida cuando quiso preparar unas representaciones: la dispersión de los
actores fue ciertamente un gran obstáculo a la hora de querer repetir la
experiencia de 1764. Además la orientación había variado: la Sociedad dirigía
sus esfuerzos hacia realizaciones más concretas en orden a mejorar la suerte
del país en los campos de la agricultura, comercio, industria y enseñanza.
Asimismo, muy pronto, y pese a la manera tan ordenada con que
se llevaban a cabo las representaciones, se elevó una oposición por parte de
los Jesuitas, especialmente del Padre Ostiz, ante las primeras tentativas
teatrales de la Sociedad. Veamos lo que escribe D. José Joaquín de Torrano, de
Vergara, en carta de 4 de marzo de 1773, sobre este particular:
«Empezaron a representar óperas los mismos socios y otras
personas de distinción de ambos sexos. Tuvo muchas contradicciones este
proyecto, de cuya resulta hubo varios pasajes y encuentros, especialmente con
los religiosos de la Compañía de Jesús, que en el confesonario y púlpito se
declararon enemigos de esta invención. Sea por esta contradicción o porque el
proyecto no era digno de subsistir, 1o cierto es que se desvaneció y cesaron
las representaciones teatrales»307.
La carta del Conde de Peñaflorida que incluimos en el
Apéndice documental n.º 2 hace referencia igualmente a este problema suscitado
por «celosos» directores de conciencia.
Los Estatutos definitivamente aprobados por Cédula Real
fechada en el Real Sitio de San Ildefonso el 10 de agosto de 1773 hacen total
abstracción del teatro como diversión de la Sociedad para las noches de las
Juntas generales:
«La Academia de Música es la única diversión que tendrán los
concurrentes a Juntas generales; por cuyo motivo y siendo propio de la Sociedad
promover el buen gusto en esta y en las demás nobles Artes, procurará que entre
los Músicos de profesión y los aficionados se forme un concierto»308.
El teatro fue, pues, una llamarada fugaz, pero relativamente
fecunda, donde se observa una preocupación por llevar a cabo una reforma del
mismo. Contrariamente a la idea general de que el teatro neoclásico no logró
imponerse en España sino a finales ya del siglo XVIII, vemos cómo su
florecimiento en el País Vasco gira en torno al año 1765, en los momentos
iniciales de la Sociedad: la razón puede estribar en que aquí no encontró un
teatro establecido que había que desbancar, y todo quedó reducido dentro de un
grupo restringido de intelectuales, para quienes no presentaba problema alguno
esta nueva forma teatral.
Aunque el teatro decayó como obra propia de la Sociedad, sin
embargo continuó vigente en uno de sus principales establecimientos: el Real
Seminario Patriótico de Vergara. A imitación de la costumbre entonces existente
en la mayoría de los colegios, también aquí se celebraban como diversión y
ejercicio representaciones por parte de los alumnos. Quizá fueron destinadas a
ellos la serie de obras cuyos títulos hemos mencionado más arriba, de acuerdo
con el catálogo de 1783, y ya sabemos cómo el Conde de Peñaflorida componía en
este sentido obras como la proyectada La Paz, y es curioso que los Derechos de
un Padre, de Ignacio Luis de Aguirre, fueran entregados a Jovellanos
precisamente en Vergara tras haber realizado la visita del Seminario309. De
este modo, aprovechando hasta los momentos de diversión se quería inculcar
normas morales a los jóvenes educandos, según la mentalidad de estos hombres
del Siglo Ilustrado.
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